“Un emprendedor ve oportunidades allá donde otros solo ven problemas”
Michael Gerber
Sevilla en aquel momento era la capital del mundo: del antiguo (Europa) y del nuevo (América). El puerto se situaba en el Arenal, una inmensa explanada de unos ochocientos metros de largo y tres- cientos cuarenta de ancho que se extendía entre las murallas y la orilla izquierda del Guadalquivir, entre la Torre del Oro y el Puente de Barcas. Era el enclave perfecto: una ciudad prometedora, muy protegida y con vientos a favor para cruzar al Nuevo Mundo.
En pleno florecimiento se estableció la Casa de la Contratación, úni- co puente comercial entre Europa y América. Se decantaron por ubi- carla en Sevilla —a pesar de estar lejos del mar— por la protección que les brindaba el río Guadalquivir: al obligar a subir desde Sanlúcar, podían reaccionar ante posibles ataques con solo cerrar compuertas, así controlaban mejor los barcos y sus cargamentos, evitando el contraban- do. El Guadalquivir no era tan ancho ni tan fácilmente navegable como otros grandes ríos de Europa, se regía por el lento reflujo de la marea (seis horas de marcha y seis fondeados esperando con el ancla echada) o se obligaba a navegar remolcados por barcos a remo o bueyes.
Cuando Magallanes llegó al Puerto de Sevilla el 20 de octubre de 1517, no debió de sorprenderse demasiado de la magnitud ya que Lisboa no iba, ni mucho menos, a la zaga: ambos eran el punto de partida de los viajes de ultramar. Tras el descubrimiento de América el puerto creció a lo bruto y se universalizó, bullendo de frenética actividad. Allí se daban cita las esperanzas de muchas personas que buscaban cumplir su “sueño americano”. Cada salida de las expedi- ciones suponía todo un acontecimiento en la ciudad donde llega- ban o partían dos expediciones cada año, de una media de tres em- barcaciones cada flota, probablemente el mayor monopolio que ha existido jamás. La ciudad rebosaba de gente llegada desde cualquier punto del mundo: conviven judíos conversos, cristianos viejos, mo- riscos, esclavos, nobles, clérigos y plebeyos. El oro y la plata circula con fluidez, pero donde hay luces hay sombras. El puerto se llena de pícaros, huérfanos, rateros y rameras. Algunos lograron escapar de su destino enrolándose en aquellos barcos.
Con total seguridad, cuando Magallanes ve su flota, lejos del orgullo y la emoción que se presuponía del momento, probable- mente se sintió bastante decepcionado: ninguna de las cinco naves era lo suficientemente marinera. Son barcos muy vividos, cansados y remendados que hay que calafatear y poner a punto. Estaban completamente negros debido a la brea que impregnaba su casco. Eran cuatro naos —una evolución de la carraca cántabra— y una carabela, la Santiago, destinada exclusivamente a misiones de re- conocimiento al ser la más pequeña y maniobrable. Los trabajos de reparación se llevan a cabo en las Atarazanas o antiguos astilleros de Sevilla.
La carabela no tenía más que un castillo y por lo general poco ele- vado. La nao se distinguía por tener un elevado francobordo (altura) y dos castillos (en proa y popa) con los camarotes de la tripulación más sobresaliente, consta de tres mástiles dotados de velas cuadra- das (más que una carabela) ya que con mayor superficie de trapo se compensa la pesadez de la nave.
De la nave que estaba más orgulloso Magallanes era de la Tri- nidad, adquirida en la capital vizcaína de Lequeitio. Por su porte, estaba destinada a ser la capitana (aunque había otra nao de mayor tonelaje, la San Antonio con ciento veinte toneles), que desplazaba ciento diez toneles, es decir, 144 toneladas (cabe señalar que los vascos medían la capacidad en toneles y los andaluces en toneladas) y fue botada como Santa Catalina de Siena, aunque Magallanes (ignorando la leyenda de que cambiar el nombre de un barco trae mala suerte) la renombró Santísima Trinidad. La tercera nao en tamaño era la Concepción con noventa toneladas, luego venía la Victoria con ochenta y cinco y finalmente la Santiago, de setenta y cinco toneladas.
Las labores de abastecimiento y preparativos se dilatan diecisiete meses. A bordo se almacenan provisiones para dos años, tiempo más que razonable para poder llevar a buen puerto la misión. En las bo- degas, mucha salazón, lo que mejor se conservaba, pero da más sed y, sobre todo, mucho vino… ¡el combustible de los marineros! Des- afortunadamente, el agua se pudrió casi al tiempo que se acababa el vino. Entonces empezaron realmente los problemas.
El abastecimiento tuvo lugar en el Puerto de las Mulas (o las Mue- las) el único donde estaba permitido embarcar vino, parte esencial de la dieta junto a la galleta de mar o bizcocho —una especie de torta de harina de trigo doblemente cocida y sin levadura (parecido a las regañás)— al que también llamaban pan de los marineros. Ine- vitablemente se estropeaba debido a la humedad del mar y cuando se ponía correosa la llamaban mazamorra, que los marineros hervían y, a la masa resultante, la llamaban calandra.
En total quinientas toneladas de provisiones: 21.380 libras de ga- lleta de barco, 5.700 libras de carne de tocino, doscientos barriles de sardinas, 984 quesos, cuatrocientas ristras de ajos y cebollas, 1.512 libras de miel, 3.200 libras de uva de Málaga, pasas y almendras y 417 odres y 253 toneles de jerez.
También cargaron velas para iluminarse, repuestos y herramientas para el barco, y una colección enorme de quincalla y objetos para hacer trueque con los indígenas, como espejos, tijeras, cuchillos, pa- ñuelos, gorros, cascabeles, anillos de latón y gemas falsas… También cuchillos alemanes “de los peores” (tal y como queda concienzuda- mente registrado en los libros de cuentas), brazaletes y abalorios. Los únicos objetos que consta se cargaron para entretenimiento de gente fueron tambores y algún libro de caballerías con los que sacu- dirse la monotonía a bordo. Y cómo no, cañones, lanzas, ballestas, pólvora, escudos, escopetas y armaduras, porque, aunque la misión era pacífica, nunca se sabe…
Por mucho que un emprendedor planifique y trate de situarse en todos los escenarios posibles, se va a tener que enfrentar a muchos contratiempos, y su capacidad de adaptación —y de reacción— se- rán claves. Incluso el mercado, los clientes y las circunstancias le irán dando pistas sobre por dónde ha de ir, renunciando muchas veces a la idea original.
*Decimoctavo capítulo del libro Un empresa redonda: El viaje de Magallanes y Elcano que cambió el mundo’ escrito por Raquel Sánchez Armán y Jesús Ripoll, fundadores de la agencia de motivación y formación Helpers Speakers.
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