RRHH Digital. El anunciado recorte salarial al conjunto de los empleados públicos ha creado un “estado de excepción” en la función pública, por mucho que la medida sea aplaudida o apoyada por un sector mayoritario de la opinión pública, según se señala en los sondeos publicados por los medios de comunicación. Los servidores públicos consideran –y con razón- que se ha quebrado uno de los principios básicos de su relación profesional con las Administraciones, como es el de garantía de estabilidad y de previsibilidad de su nivel retributivo, en lo que ello supone de seguridad jurídica en la relación de servicios que los liga a los poderes públicos. Por otro lado, una parte mayoritaria de la opinión pública considera razonable que los funcionarios no queden inmunes a las incertidumbres que para el conjunto de la población conlleva la crisis económica, ya sea en cuanto a la pérdida de empleo o a la disminución de ingresos. No encuentran justificado que la Administración sea una isla segura en medio de un mar agitado o un oasis en el desierto.
Lo deseable es procurar un análisis objetivo y desapasionado de la situación que vivimos, sin ceder ni a la tentación de la política del avestruz –negarse a ver la realidad y pretender vivir al margen del contexto general de nuestra sociedad- ni actuar conforme a reacciones desmesuradas, simplificaciones o estereotipos, con los que corrremos el riesgo de no distinguir el valor de lo público y su importancia en la calidad de vida de todos. Los servicios públicos los pagan los ciudadanos con sus impuestos porque son los ciudadanos los que los disfrutan: ni unos ni otros debemos olvidarlo. Son los ciudadanos, a través de los parlamentos, mediante las leyes de presupuestos, los que, en última instancia, fijan las retribuciones de los empleados públicos. Es lógico que unos ciudadanos en apuros deseen revisar las retribuciones de los empleados públicos, y éstos mismos en buena medida comprenden que ello deba ser así, porque somos conciudadanos y compartimos la realidad del país, en todos sus sentidos. Pero unos y otros deben saber lo que se juegan con ello.
Lo que no parece aceptable es que, en estos momentos de dificultad, lo que son rasgos definidores de la relación funcionarial se estigmaticen interesadamente por políticos y una parte de la ciudadanía, queriendo que en la función pública rijan principios exclusivos del mercado: es la competencia la que elimina o arruina empresas y el empleo y las retribuciones en cada empresa o profesión libre son resultado de su nivel de actividad y de sus mejores o peores resultados, en relación con sus competidores. Esa lógica del mercado –la de la competencia y la del beneficio- no es la que rige en las administraciones públicas, y algunos estamos convencidos de que así debe ser y ha de seguir siéndolo. Podemos estar equivocados o en minoría, pero no vamos a dejar de sostener nuestro criterio con la más absoluta claridad y rotundidad.
Ocurre, sin embargo, que la eficiencia de las administraciones se ha visto gravemente distorsionada por dos factores que en estos momentos es ineludible analizar: el primero de ellos, es la irrupción de la partitocracia en el conjunto de las instituciones y la colonización de éstas por una parte de la clase política, con evidente quiebra de su profesionalidad, imparcialidad y eficiencia –ese mal no se ataja ni se cuestiona con las medidas anunciadas por el momento, pero de ello nos hemos de encargar los servidores públicos de ahora en adelante, haciendo la autocrítica que sea necesaria también, si no queremos ver nuestra actividad devaluada y en entredicho por quienes han adulterado y distorsionado el funcionamiento de la administración pública-; y, en segundo lugar, está la labor sindical en el seno de las administraciones públicas, que no ha tenido inconveniente en generar un catálogo de ventajas y privilegios laborales que sonroja a muchos servidores públicos, sin detenerse siquiera ante medidas retributivas abiertamente ilegales, como en nuestra Comunidad Autónoma ha ocurrido con la cláusula de revisión salarial o el anticipo de carrera administrativa. Tanto correr en la carrera, buscando cobrarla antes de que se regulase, nos va a llevar a no percibir ni siquiera lo que es de ley. ¿Harán autocrítica los sindicatos para rectificar, u optarán por la huida hacia delante que supone una convocatoria de huelga en la función pública? ¿Hará autocrítica la clase política que ha actuado ante los sindicatos como una complaciente patronal, endosando el coste de sus acuerdos al bolsillo de los ciudadanos? ¿Seguimos con la ceremonia de la confusión, el ruido y la demagogia?
No podemos ignorar el hecho de que la imagen de los funcionarios que se proyecta en la ciudadanía no siempre es un estereotipo injusto, sino que en ocasiones es resultado de una percepción de la falta de compromiso con la calidad de los servicios públicos o de la intolerable actitud de desconsideración con que son tratados por parte de algún empleado público. No es posible negarlo. Es obligado ponerse en el otro lado y no pretender justificarlo todo. No nos corresponde, es verdad, la única ni la principal responsabilidad, pero no podemos colocarnos al margen. ¿Acaso los funcionarios públicos no hemos tolerado cosas contra las que debiéramos haber reaccionado sin ningún tipo de ambigüedad? La discrecionalidad, la arbitrariedad y la corrupción en las instituciones públicas –sea política o administrativa- no hubiera alcanzado el grado en que se halla sin nuestra participación activa o nuestra indebida inhibición. ¿No somos responsables de nada?
Esta Asociación lanzó, en el momento de su constitución, en febrero de 2007, un llamamiento a todos para procurar un “giro ético” en la función pública, alegando que la inamovilidad en el puesto no era un privilegio, sino una garantía para cumplir con nuestro deber como servidores públicos, en la defensa del interés general. Pero dijimos entonces que si no cumplíamos con nuestro deber de agentes de la legalidad y cedíamos a los mil reclamos para procurar nuestra comodidad o ventaja personal y no velar por el interés general, esa inamovilidad –en el puesto o en las retribuciones- resultaría injustificada, y por ello se vería rechazada por los ciudadanos. ¿Por qué reconocer un estatuto de protección y garantía a unos funcionarios que no desempeñan su función como es debido? ¿Vamos a reflexionar sobre ello?
Lo que ocurre es que los ciudadanos no debieran, a nuestro juicio, aplaudir que la Administración retroceda hacia posiciones de inseguridad o precariedad, pues la precariedad de los servicios públicos es la precariedad de todos. Menos aún cabe admitir que los responsables políticos quieran ahora hacer responsables de sus desmanes y de la evidente dejación en el ejercicio de sus funciones a los servidores públicos. Nos negamos, sin embargo, a que este diálogo entre políticos, ciudadanos y servidores públicos se haga con estereotipos falsos o tergiversados: la superación de la crisis –no sólo económica, sino también política y moral- requiere de un amplio acuerdo entre todos, a partir de la decencia de no ocultar la verdad ni anteponer al interés general el mantenimiento de abusos y situaciones de privilegio que han lastrado de forma inevitable el presente y el futuro de nuestro país.
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