El mundo anglosajón, y de la mano del verbo to lead: guiar, dirigi, conducir, de forma recurrente nos sitúa frente al espejo de personalidades arrolladoras que en la eficacia de su desempeño merecen la consideración de líderes.
El discurrir de la historia, cuando el resultado de sus acciones queda desnudo de toda influencia turbadora, permite acotar con mayor precisión y fineza el impacto que para la humanidad supuso su existencia.
Como consecuencia de tal concepción -to lead- se emplean como sinónimos los términos jefe y líder. Así que, al igual que el ejercicio de una jefatura se puede tachar de bueno o de malo, el liderazgo acaba arrastrando sobre sí el hecho de que pueda ser calificado de la misma manera: buen o mal liderazgo. En lógica conclusión tanto Hitler como Al Capone muchas veces se nos presentan como líderes.
Tal dicotomía nos enfrenta con el liderazgo tóxico en contraposición al beneficioso. Cabe preguntarse: ¿Hablar de liderazgo tóxico no se muestra como un gigantesco oxímoron? Sería algo así como aunar en un individuo santidad con maltrato o calificar de honesto ladrón al desempeño de la persona entregada al descuido de lo ajeno.
Las lágrimas, empleadas como símil clarificador de la jefatura -buena o mala-, pueden encontrar fundamento tanto en una noticia de índole positiva como negativa; no así la risa jovial y cantarina que, como el liderazgo, se apalanca en la exclusividad de hechos y noticias positivos y gratificantes. El drama no conoce de la risa.
Calificar a un individuo de líder por el mero hecho de que se manifieste como eficaz en sus retos supone entregar el comportamiento humano a los solos designios de la emoción y del intelecto. ¿Y a la ética, qué espacio le entregamos? En cita clarividente de Theodore Roosevelt «Educar a una persona desde un punto de vista intelectual pero no moral es crear una amenaza para la sociedad».
De ahí que calificar de líder a un individuo haya pasado de reflejar la personalidad de un sujeto ejemplar en su condición a la de mostrar una imagen más que dudosa del mismo. En la falta de precisión del lenguaje -por su vaciado de sentido- encuentra cabida el concepto metaliderazgo. Un paso más allá del liderazgo.
Se entiende por metaliderazgo al ejercicio ejemplar de la propia vida. Parte de asumir como propios principios de naturaleza intemporal y universal, tales como la justicia, la verdad, el bien común, el amor a los demás, etc. El metalíder se nos presenta como referente vital, no necesita de cargos formales para emplearse como tal. Su desempeño, bien sea laboral, familiar o social, ofrece una imagen sin posibilidad alguna de distorsión. Dice lo que hace y piensa, y su conducta (asertiva) está regida por los principios apuntados: lo es en todo momento, lugar y condición. Su disposición no admite contratos a tiempo parcial.
Su definición sitúa al mismo como alguien que se concreta de forma distinta al líder convencional en el que únicamente se adivinan aspiraciones -fundamentalmente laborales- que giran en torno al logro. Su concepción de vida es hacer bien el bien, en clara oposición al líder eficaz en el que prima hacer bien (con eficacia) su tarea al margen de que sus fines y medios sean éticamente consistentes.
Bajo el prisma apuntado, la condición de líderes que ostentan ciertos personajes cae avergonzada ante el paso inexorable del tiempo. El metalíder al margen de su momento en la historia se muestra siempre joven en su mensaje; nunca pierde vigencia. Por contra, los falsos adalides del desempeño eficaz caen postrados ante el discurrir de la misma.
Al amparo de tales premisas, Hitler, Al Capone y un largo etcétera de personajes se verían turbados en su condición ante la fija mirada que, de rebote, refleja el espejo de la historia al que se encuentran enfrentados. No ocurriría así con otros referentes plenos de ejemplaridad y vigente actualidad. El liderazgo negativo es un oxímoron, una contradicción en si mismo.
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