20 de marzo de 2025
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El retrovisor

Estaba preparada. Ante mí, todo el equipo. Un travelling del auditorio me permitió coincidir con multitud de sonrisas que se cruzaban en mi visión. Cada uno de ese contacto visual evocaba una historia, una anécdota, una discusión, un problema, un momento. Lo reconozco, por primera vez en muchos años, el foro me imponía respeto. No le tenía miedo, pero no les podía fallar, ellas esperaban mis palabras. Emocionada, alcé la voz y empecé.

La primera pregunta que cambió mi vida fue: ¿Y cuándo quieres tener hijos?

A mediados de los ochenta, recién acabada la carrera universitaria, ya disponía de mi título de economista (así se le llamaba entonces) y afrontaba las entrevistas en busca del primer trabajo con carácter oficial. Si bien, ya había estado como becaria en otras compañías, aquello iba en serio. En las entrevistas de selección parecía que estaba permitido preguntar por todo, ¿a qué se dedican tus padres?, ¿has sufrido algún percance de salud?, ¿de qué trabaja tu novio? (imposible que fuera novia) y el clásico sobre la futura maternidad.

En mi imaginario, me veía labrándome el futuro en una empresa de postín y con un largo recorrido por delante. A mis padres, como buenos funcionarios, sólo les preocupaba que mi búsqueda se centrara en un puesto de trabajo solvente y para toda la vida, seguros de que no había nada mejor para la mayor de sus hijas… En fin, que, con respuestas vagas y miradas insolentes, conseguí entrar en una de esas consultorías de copete, con muchas horas de trabajo por delante y calentando mi culo en una silla. Aguanté dos años.

El cambio de trabajo coincidió con el inicio de mi relación con David, mi actual marido. Este nuevo estatus facilitó la respuesta de algunas preguntas en las entrevistas, pero la cuestión de los hijos aparecía siempre en cada una de ellas. Se salvaba con un… “es muy pronto”, “no estamos, ni casados”.

En esa segunda compañía, ilusa de mí, descubrí otro de los sinsabores del mundo laboral: lo que ahora llamaríamos brecha salarial. Mi compañero de equipo, hombre, (ambos incorporados el mismo día, jóvenes, con ambición y aspiraciones) cobraba un veinte por ciento más, que, por aquel entonces con el valor de la peseta, era mucho. Me costó arduas discusiones con el director de personal hacerle entender la injusticia. Fue imposible, no me salí del embrollo. Y gracias a los anuncios de cada domingo, y a los envíos de cartas los lunes, cambié de compañía y de posición.

Los años noventa, celebradas las Olimpiadas de Barcelona y la Expo 92, España se encontraba en una crisis esperada, no por ello, menos importante. El programa estrella, en las empresas, eran los contratos temporales. Tres años de prórrogas de seis meses y pase a plantilla. Como no era suficiente, se inventaron un año más de prórroga, así qué, cuatro años más tarde y superada la trentena, tenía en mis manos la carta de comunicación de pase a contrato indefinido para orgullo familiar que a pesar de ello se cuestionaron, como siempre, “con lo bien que estarías de funcionaria, en un ayuntamiento, diputación o ministerio”

Fueron unos buenos años. JASP nos llamaban, “Jóvenes, aunque sobradamente preparados”. Una generación donde encontrar trabajo en algo relacionado con tus estudios era harto difícil, la generación del “quiero trabajar en lo mío”. Sin duda, era una afortunada. Me casé y con la tranquilidad de la estabilidad laboral llegaron mis dos mellizas. Una suerte, pensé, un solo embarazo, trabajo hecho y en mi próximo cambio laboral podré responder con sinceridad, “No quiero tener más hijas, que bastante trabajo tengo con mis “zipi zape, como para pensar en un hijo”, por qué seguro que sería un niño, el tercero en discordia. Respuesta preparada.

Con el embarazo descubrí los tópicos de aquella sociedad de los noventa. El embarazo se consideraba una enfermedad. La denominaban incapacidad laboral transitoria. Me mantuve en mi puesto hasta el último día, a pesar del malentendido paternalismo que te convertían en un bombo inútil. No sé cuántas veces llegué a gritar aquello de “dejadme en paz, que sólo estoy embarazada”.

Después de dieciséis semanas de permiso maternal, más dos añadidas por haber parido mellizas, me reincorporé de nuevo a la vida laboral. No fue fácil poder conciliar, palabreja que nos hemos inventado en el siglo XXI. De nuevo la presión social se hizo sentir…” ¿Cómo es qué no te dedicas a tus hijas?”, o “con lo bien que estarías en casa, ocupándote de tu familia…”. Volví con más ganas que nunca a mi rutina diaria laboral, pero… ¡Me despidieron! Ya se sabe, qué, una mujer con dos hijas de temprana edad no podía atender las necesidades del trabajo.

Desconozco si tuve suerte o fue el azar, nunca lo sabré, pero al mes del portazo por ser madre, me incorporé a una compañía como responsable financiera. Mi primer gran salto. El CEO de esa empresa (hombre), creyó en mí. Ya no me preguntaron por los hijos, pero tuve que luchar contra los corrillos que me llegaban desde la máquina del café, lo que decían los “old school”, como decís ahora. “¿Una mujer como responsable?”, “¿Nos va a mandar, esa?”, “¿la de las mellizas?”, “¡Ya era lo último que nos faltaba!”, por no obviar el “Mira que con dos hijas y lo buena que está…”. En definitiva, un equipo poco acostumbrado a que una mujer marcara las directrices. Con mucha mano izquierda y algún despido pude reconducir la situación.

La sociedad española estaba cambiando. El efecto dos mil, no había destrozado nada, el apocalipsis informático no llegó, y nos preparábamos para un cambio de moneda que nos cambiaría la vida, de la peseta al euro. El país iba como un tiro. Estábamos en la España va bien, pronunciado con tono nasal y bajo un bigote.

Con el cuatro en la espalda y la famosa crisis de medio camino de vida, más comercial que real, me faltaba el gran salto. Me preparé para ello. Por primera vez me enfrenté a mis miedos con un coaching personal, práctica que no he dejado de tener desde entonces. Necesitaba conocerme mejor, para afrontar nuevos retos. Cursé un programa de Alta Dirección, debía tener una visión global de una empresa y entender cada una de las áreas. De los estudios superiores, reconozco que aprender, aprender, poco, pero se establecen relaciones, entre personas, profesorado e instituciones que se convierten en oportunidades. Y así fue, el networking, me abrió las puertas de par en par. ¡Lo conseguí! Iba a ocupar un puesto en un Comité de Dirección. Y esa experiencia no tenía precio, sobre todo, si eras mujer.

La mejor frase que resume un proceso de cambio sea de trabajo, de posición, de compañía es que sólo cambian el tipo de problemas. De la primera reunión, en potestad de miembro de la Dirección, recuerdo, que no pude intervenir, no me permitieron exponer la preparada presentación, con mimo hasta el último detalle, de los objetivos de mi área. Rodeada por hombres, la comida post reunión, era preferente. La testosterona pesaba mucho. Me costó un trimestre y unos excelentes registros en la cuenta de resultados, para que algunos, por fin, me considerasen uno más. Con mucho trabajo, esfuerzo y dedicación, los resultados siempre llegan. Había conseguido lo fácil, lo difícil venía como siempre en el día a día, mantenerse y ganarse el respeto de todos, en una lucha infranqueable.

Pasaron los años. No nos damos cuenta de lo rápido que pasa el tiempo hasta que soplamos el pastel de los cincuenta. Y a partir de ahí el tiempo vuela: ejercicios complicados, crisis, luchas de poder, problemas persistentes… Culminé mi carrera profesional como directora general. Sí… lo conseguí. Mis padres estarían orgullosos, lástima que siempre ocurra lo mismo, cuando llegas, ellos ya no están.

Disculpad por el ego, pero creía necesario contaros mi pequeña historia, hacer una mirada al retrovisor de mis cuarenta años de vida laboral. Ha sido apasionante. He podido disfrutar de una sociedad que ha evolucionado mental y físicamente con muchos cambios: políticos, legislativos, económicos, tecnológicos… y de la forma de entender España y Europa. No han faltado las dificultades, hemos sufrido crisis acuciantes que han tambaleado el mundo y superado una pandemia. ¿Se puede pedir más?

Pero el cambio realmente revolucionario de nuestra sociedad, de nuestro país, de nuestras empresas, sois vosotras, somos nosotras, las mujeres. Siempre habíamos liderado los cambios desde la sombra, ahora lo hacemos a pecho descubierto. No estaríamos donde estamos si no fuéramos únicas, porque no nos han regalado nada. Que no os engañen cuando os digan que os debéis empoderar, no hace falta, es una farsa, no lo necesitáis. Sólo hay un secreto, trabajar, hacer más, demostrar más, porqué, aunque a ellos no les haga falta, a nosotras sí.

Para mi hoy esto se acaba, me jubilo, es ley de vida, pero continua con vosotras. Estoy segura de que lo qué hemos sembrado, facilitará a nuestras nietas un modo de vida más igualitario. Ellas ya habrán nacido empoderadas. Y todas lo celebraremos.

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