Ana Luna caminaba por los pasillos de la oficina, con el café en la mano y un nudo en el estómago que parecía haberse instalado ahí de forma permanente. A sus 35 años, había alcanzado lo que muchos considerarían el «sueño profesional»: un puesto de responsabilidad en una empresa reconocida, un sueldo competitivo y la admiración de sus colegas. Pero, para ella, cada jornada se sentía como una carrera interminable en la rueda del hámster. Trabajaba sin parar, siempre disponible, siempre «resistente». Así la habían educado: uno tiene que resistir lo que haga falta para salir adelante.
Su jefe, el señor Ramírez, era el vivo retrato de esa filosofía. Un hombre de mediana edad, con un porte imponente y una voz que resonaba como una sentencia. Ramírez era autoritario y distante; su estilo de liderazgo se basaba en el control y en la exigencia constante. «Vivir para trabajar» era su estilo de vida. Siempre llegaba antes que todos y se iba después de que las luces de la oficina se apagaran. Ramírez veía el trabajo como una guerra diaria en la que sólo los más fuertes sobrevivían. Y Ana, ansiosa por cumplir con las expectativas, había adoptado ese mismo credo durante años.
Pero en los últimos meses algo había empezado a cambiar en Ana. Aunque no lo reconociera abiertamente, se sentía atrapada. Cada vez que recibía un correo o llamada fuera del horario laboral, sentía un pinchazo de frustración y agotamiento. Su cuerpo también empezaba a dar señales: frecuentes dolores de cabeza, insomnio, irritabilidad y una sensación de vacío que no podía llenar ni con las largas listas de tareas completadas.
Una noche, después de una jornada especialmente difícil, se encontró llorando en silencio en su coche antes de arrancar para volver a casa.
Fue en una de esas largas jornadas, mientras miraba su pantalla y sentía que todo giraba sin control, cuando se le acercó Juan, un compañero y responsable de equipo con el que Ana Luna solía coincidir en proyectos y alguna que otra comida. Juan era lo opuesto a Ramírez: tranquilo, empático y siempre dispuesto a escuchar. Aunque trabajaba igual de duro, tenía una manera distinta de enfrentarse al día a día. Siempre encontraba un momento para conversar con unos y con otros.
Ese martes, Juan se sentó frente a ella en la cafetería de la oficina. «Ana, ¿estás bien?», le preguntó, con una preocupación sincera en sus ojos. Ana levantó la mirada, sorprendida. «Claro, todo bien. Ya sabes, mucho trabajo, pero nada fuera de lo normal», respondió, intentando sonar convincente.
«Ana, te lo pregunto en serio. Te he visto agotada durante los últimos meses, como si estuvieras cargando con el mundo entero. ¿Has pensado en hablar con alguien?». Su pregunta la tomó por sorpresa. Nadie le había dicho algo así antes. Ana siempre había sido la fuerte, la que podía con todo.
En ese momento, algo dentro de ella cedió.
Sin poder contenerse, los ojos de Ana se llenaron de lágrimas. «No estoy bien, Juan», confesó entre sollozos. «Siento que no paro, que todo depende de mí. Y, lo peor de todo, es que ni siquiera sé si esto es lo que quiero. Estoy… perdida».
Juan asintió, sin interrumpirla. Luego sugirió a Ana que tomasen un café juntos al acabar la jornada para poder charlar con tranquilidad. «Ana, yo también he estado ahí. Hace un par de años, trabajaba en otra empresa donde la presión era insostenible. Sufrí episodios de insomnio, irritabilidad, y una sensación de estar completamente agotado durante meses. Me di cuenta de que no podía seguir así.
Me costó mucho dar el paso, pero decidí dejar ese trabajo y buscar ayuda profesional de un psicólogo. Fue la mejor decisión que tomé, porque me ayudó a entender qué necesitaba cambiar para vivir una vida más plena. Desde entonces, he decidido contar mi experiencia a cualquiera que vea en riesgo, porque sé lo importante que es tomar medidas antes de que sea demasiado tarde.»
Ana lo miró incrédula. ¿Juan? ¿El siempre optimista Juan había estado al borde de un burnout? ¿había necesitado ayuda psicológica? «¿En serio?», preguntó, sintiendo una mezcla de alivio y curiosidad.
«Sí, Ana. Hablar con alguien me ayudó a entender que no tenía que ser perfecto ni hacerlo todo solo. Aprendí a tomar decisiones más conscientes y a establecer límites. Y, lo más importante, dejé de sentirme culpable por cuidar de mí mismo. Entendí que no es una señal de debilidad, sino de fortaleza. A veces, el primer paso para salir del agujero es simplemente decirlo en voz alta y buscar ayuda».
Esa noche, las palabras de Juan resonaron en su mente. Durante meses, quizás años, había ignorado las señales de alarma de su cuerpo y su mente, convenciéndose de que sólo necesitaba trabajar más duro. Pero ahora, por primera vez, se preguntaba si realmente tenía que ser así.
Al día siguiente, tomó una decisión. Buscó información sobre psicólogos y marcó un número que había encontrado tras la recomendación de Juan. Al principio, su voz temblaba, pero con cada palabra sentía que el peso que llevaba encima se aligeraba un poco. «Hola, me gustaría agendar una cita con usted».
La psicóloga que la atendió, Marta, era cálida y comprensiva. En su primera sesión, Ana empezó a desentrañar las creencias que la habían llevado a ese punto: su autoexigencia, su miedo a decepcionar y esa noción profundamente arraigada de que su valor estaba directamente relacionado con su capacidad de resistir.
Marta le ayudó a ver que el bienestar no era un lujo ni algo que debía ganarse después de cumplir con todas sus responsabilidades. Era una necesidad, una parte fundamental de su vida que merecía priorizar. Juntas, trabajaron en identificar sus miedos y sus límites y en aprender a establecerlos sin culpa.
Con el tiempo y paso a paso, Ana empezó a hacer pequeños cambios. Se permitió darse momentos para ella misma sin sentir que estaba fallando. En lugar de sentirse culpable por «hacer menos», comenzó a valorar lo que hacía de más para cuidar de su salud mental y emocional.
Su relación con Ramírez también cambió. Aunque seguía siendo un jefe exigente, Ana aprendió a comunicarse con él de manera más asertiva y aprendió a establecer los límites a la hora de comprometerse en tareas para garantizar su bienestar.
Juan, por su parte, se convirtió en un aliado imprescindible. En los días difíciles, siempre estaba ahí para recordarle que no estaba sola y que era válido pedir ayuda. «Ana, lo estás haciendo muy bien», le decía con una sonrisa. «Recuerda que se trata de avanzar a tu ritmo».
Meses después, mientras caminaba por la playa un martes cualquiera, Ana se sorprendió al darse cuenta de cuánto había cambiado. Ese día había decidido tomarse un descanso al mediodía, algo que hace un año le habría parecido impensable. Con el sol en el rostro y la brisa del mar despejando su mente, sintió una profunda gratitud por el camino recorrido.
En el horizonte, las olas seguían avanzando, una tras otra, constantes, pero nunca idénticas. Ana sonrió. Había aprendido que, al igual que el mar, ella también podía avanzar, no por obligación, sino por elección. En ese momento decidió que, al igual que hizo Juan, ella también ayudaría a otros contando su experiencia a cualquiera que viese en riesgo. Y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió bien y en paz consigo misma.