21 de noviembre de 2024
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La nueva directora

María acababa de ser contratada como Directora de Personas en uno de los despachos de abogados más grandes de Madrid. Tenía mucha experiencia y una gran ilusión con su nueva y retadora oportunidad. No sólo se encargaría de la selección, de la evaluación para objetivar mejor la cuantía de los bonus, y de los frecuentes problemas de relaciones laborales, sino que tenía proyectos de sostenibilidad, de aumentar el bienestar, de mejorar el ambiente y garantizar la responsabilidad social corporativa. Algunos socios le dijeron que tenía un gran trabajo por delante, que perseverara, y no se desanimara.

Se esperaba que los abogados y abogadas facturasen al menos 1.600 horas cargables cada año. Y para tener dichas horas facturables había que trabajar muchas más, porque mucho trabajo no era cargable a clientes. Tal objetivo nunca escrito ni medido en el registro horario era una exigencia muy grande, desmedida, incompatible con la conciliación familiar. Lo normal era que muchos abogados trabajasen catorce horas diarias cuando los sistemas informáticos recogían tan solo ocho. Es decir, en realidad trabajaban cerca de setenta horas a la semana. Muchos eran adictos al trabajo, como si estuvieran enganchados, y una gran mayoría disfrutaban con ello.

Además los fines de semana, gran número de abogados se los pasaban mirando constantemente el correo electrónico o sus móviles por si recibían mensajes no siempre necesarios, o para ver sus publicaciones o comentarios en las redes sociales. La firma recomendaba a los abogados tener visibilidad en las redes y muchos ya eran adictos a las mismas, estaban pendientes, como enajenados, buscando si sus documentos enviados o compartidos eran recomendados o gustaban a sus numerosos contactos, aunque a muchos ni los conocían personalmente.

Los socios del bufete habían trabajado muchas horas para llegar a su posición y señalaban que quien se esforzaba mucho al final conseguiría su recompensa, aunque ya no era así. Algunos socios no querían repartir la tarta de la que disfrutaban, es decir, no querían perder parte de su participación en la compañía nombrando nuevos socios, a pesar de reconocer que sus empleados aportaban valor y la mayoría eran muy competentes. Se apreciaba muy bien ese valor con los altos honorarios que cobraban a los clientes porque sabían que el precio se olvida antes que la calidad de los servicios.

Un porcentaje cercano al veinte por ciento tenía problemas mentales ocultos de muy variada índole. Muchos tomaban pastillas para dormir porque el estrés continúo dominaba sus vidas. Otros se irritaban fácilmente con sus parejas o familia cuando eran interrumpidos en su trabajo que muchas veces continuaban en sus casas. Incluso, había habido algunos infartos e ictus de abogados con menos de cincuenta años. De hecho, era frecuente comentario que algunos abogados y socios habían envejecido prematuramente, perdido pelo o encanecido antes de tiempo.

Muchos estaban solos. Otros apenas veían a sus hijos aunque les regalaban muchas cosas para intentar calmar su sentimiento de culpabilidad. Lo mismo pasaba con sus amigos y cada vez tenían menos tras años de frecuentes ausencias a las citas o reuniones propuestas. Los intentaban reemplazar con compañeros de trabajo pero estos eran sólo compañeros de mera conveniencia efímera o aliados de algún otro enemigo común, menos confiables y poco duraderos.

Por impedimentos o razones laborales, que siempre parecían urgentes aunque no siempre inaplazables, se perdían también la mayoría de los eventos o reuniones familiares. Veían poco a sus ancianos padres y descansaban su falta de atención pagando a veces sus cuidadores. Un porcentaje superior al sesenta por ciento estaban divorciados precisamente por el agotador esfuerzo realizado durante años y la escasa atención prestada a la familia y amigos, lo que les había cobrado una indudable y muy importante factura personal. Unos pocos permanecían solteros y algunos de ellos disimulaban o fingían diciendo que estaban mejor así. No era cierto, cuando estaban sin trabajar sufrían en silencio la soledad, sintiéndose abúlicos y desorientados.

Las causas de las vidas personales vacías, insatisfactorias y complejas de gran parte de los abogados y abogadas, y más frecuentemente de los socios y de las escasas socias del despacho, se podían encontrar en las enormes jornadas de trabajo realizadas que dejaban muy poco tiempo para la conciliación familiar y que provocaban que muchos abogados durmieran como mucho entre cinco y seis horas diarias. Las razones de la existencia de las jornadas tan largas y duraderas eran, entre otras, las siguientes: la estructura fuertemente jerarquizada, la posibilidad frecuente, ambicionada por todos y habitual de promocionar cada dos o tres años desde las categorías más bajas; sus numerosas ansias o ambiciones y sus más numerosos desconsuelos al no alcanzarlas; la expectativa de ser merecedor de un bonus anual de cuantías variables, individuales y secretas; la presión incesante acerca de la facturación alcanzada por los gerentes, asociados y socios; la comparación constante entre los profesionales sobre las horas cargadas y repercutidas a clientes; la impaciencia y exigencia de algunos jefes; la competitividad evidente entre los compañeros para convertirlos en personas ambiciosas y deseosas de llegar a socios; o de buscar la aprobación y reconocimiento de sus superiores.

Nadie lo comentaba, pero todos lo sabían. Mucha importancia tenía también la terrible envidia que muchos sentían sobre otros que era como una niebla oscura que iba ocupando todos los despachos. Envidia sobre la ropa o los trajes que llevaban los hombres, sobre si eran baratos, caros, o hechos a medida por sus sastres. Sobre los vestidos, bolsos o joyas que llevaban las mujeres y sobre si los repetían en un mismo mes. Envidia sobre algunas de las mujeres que promocionaban pronto, porque siempre había el comentario de alguno o de alguna que la atribuía otras dotes no profesionales que hubieran permitido o adelantado su ascenso. Incluso el deseo perverso, constante y oculto de algunos de que sus compañeros de trabajo no tuvieran éxito ni reconocimientos. Envidia incluso para desear ver rechazadas potenciales propuestas, suculentas en honorarios, de nuevos clientes del despacho, o de no ser aceptados nuevos proyectos interesantes por parte de los principales clientes, eso sí, cuando el emisor firmante de las mismas era un compañero del propio despacho de abogados. Algunos deseaban que la nueva propuesta se la llevara algún despacho de abogados de la competencia antes que su propio compañero al que envidiase.

Existía a veces el perseverante deseo o esperanza de ver perder pleitos al abogado sentado cerca de cada uno, fingiendo, sin embargo, cierta solidaridad, enfado o congoja con la noticia. En la época en que se notificaban por fax las resoluciones judiciales a algunos abogados se les pasaron plazos para recurrir sentencias o interponer apelaciones tras misteriosas desapariciones de dichas notificaciones judiciales. Algunos fueron capaces de destruir en la máquina destructora de papel documentos judiciales que debían ser notificados a sus compañeros abogados. Se pretendía que cayeran en desgracia, que no fueran promocionados o que fueran despedidos por negligencia. Nunca se descubrió a los culpables.

Nadie ayudaba de verdad a sus compañeros, nadie compartía sus previas horas de estudio o sus previos informes, guiones, notas de ayuda de juicios, transparencias o estudios sobre casos similares. La mayoría de ellos no enseñaban sino que se irritaban con los becarios y juniors de primer año. Alguno hasta esperaba que supieran casi más que ellos, lo que en algunos casos era cierto. Había casos de mobbing o de acoso moral que muchas veces se investigaba en secreto, se negociaba y se tapaba confidencialmente. La competencia era feroz. Los socios dirigentes y los miembros del Consejo de Administración del despacho lo sabían, lo incentivaban, o por su indiferencia, negligencia o silencio lo permitían o consentían. Así se hacían más ricos.

También contribuía la exigencia de algunos clientes pidiendo plazos imposibles de cumplir al pagar altísimos honorarios. Y por supuesto, la vanidad de los propios abogados, el deseo irreprimible y ardiente de ganar los pleitos, de conseguir la mayor facturación, la aceptación de una nueva propuesta o de haber conseguido un nuevo e importante cliente.

Lo peor eran las broncas o gritos de algunos Socios o Managers irritables o incompetentes, la avaricia irrefrenable o el narcisismo insoportable de algún socio, y la más importante: la existencia sobre todo de la doctrina o política del “up or out” es decir, o promocionas o te vas del despacho, ya fuera mediante despido, normalmente improcedente, o con baja voluntaria.

Todo ello obligaba en la práctica a los abogados a estar largas jornadas agotadoras que, al cabo de los años, dejaban una imborrable huella personal de la que nunca se recuperaban.

María lo intentó con mucho esfuerzo. Puso todo de su parte pretendiendo cambiar las conductas tóxicas que había detectado pero fue imposible. Terminó dimitiendo al cabo de menos de un año. El despacho era en realidad un infierno. Decidió salir de allí antes de que ella misma se quemara más.

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