22 de diciembre de 2024
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Los almendros en flor

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Sentada en la mesa de siempre, con el olor a chocolate caliente de fondo y el rumor de las conversaciones de hilo musical, atendí mis más turbulentos pensamientos; «Jamás me hubiera atrevido a hacerlo»; en cambio, deseaba, desde hacía tiempo, padecer una enfermedad que me llevara a un viaje sin retorno. Me sentía culpable por tener estos pensamientos: no por mí. que realmente me importaba bastante poco continuar aquí, sino por ellas: mi hija y mi madre. Al fin y al cabo, eran las únicas que me llorarían más de un par de días. Incluso mi hija, en la edad del pavo, saldría indemne si Bruno le pedía salir.

 

Mamá sí me preocupaba. Yo era lo único que le quedaba. Aquella mujer de aspecto frágil había sido un ejemplo de superación cuando abandonó a su marido. Aquel que lloraba pidiendo perdón después de la bofetada. Mi madre había estudiado enfermería, pero al casarse, aquel tirano la obligó a dejar la profesión que amaba. Si bien, lo que en realidad habría querido ser, era cardióloga. Mas, de nuevo otro hombre truncó su destino, su padre. Él opinaba que eso era demasiado para ella. Incluso se atrevía a añadir, sin ningún pudor, que nadie se atrevería a ponerse en sus manos.

 

– ¡Tremendo, vaya padre! – Aquella confesión me irritó tanto que elevé el tono de voz.

 

Me lo contó aquella tarde lluviosa, tan diferente a las demás mientras merendábamos juntas en la churrería, como solíamos hacer habitualmente.

 

-Es lo que me tocó aguantar hija, y encima, agradecida de que no me prohibiese estudiar.

 

Eligió enfermería y durante un tiempo ejerció su vocación.

 

Aquella noche apareció en casa tan borracho como siempre. Pero en esta ocasión le acompañaba una prostituta. Mamá, que estaba tumbada en mi cama como hacía todas las noches para evitarle, cogió en silencio mi mochila del colegio y una sábana del cajón del armario; hizo un hatillo y metió algunas prendas mías. Me despertó y, a hurtadillas, nos fuimos. Mi padre no se dio cuenta en ese momento.

 

Afortunadamente, fue la última vez que supe de él.

 

Mamá decidió pedir ayuda, algo que realmente me pareció de gran valentía. Acudió a casa de sus padres. Sabía que allí estaría a salvo. Aquel hombre, poco acertado a la hora de impulsar la carrera profesional de mi madre, era un abuelo increíble; machista, si, pero adoraba a su hija y me atrevo a decir que a su nieta aún más. Lo descubrí aquel día, yo no le conocía. Mi padre había prohibido a mi madre toda relación con su familia.

 

Mi abuela le prestó un vestido a mamá a la mañana siguiente. Ella había salido con lo puesto. Le quedaba algo ridículo, pero cumplía su función. El tío Juan llegó temprano para acompañar a mamá a poner la denuncia por malos tratos. Habían sido años de dolor y silencio. Mi prima Elena la ayudó a preparar un currículum. Otros familiares nos trajeron ropa, incluso una tele para la habitación. Aquellos días comprendí que la familia es algo realmente muy valioso.

 

Pasaban las semanas y mamá no encontraba trabajo. Un día al recogerme del colegio le pregunté:

 

– Mamá, no entiendo por qué no te contratan ¡Si eres una enfermera magnífica! Aquel día que me corté con el cuchillo del jamón no me hiciste nada de daño al curarme.

 

– Cielo no estoy buscando trabajo como enfermera – me respondió con una sonrisa. Jamás se dirigía a mi sin ella en los labios.

 

– Pero ¿si eres enfermera? – pregunté insistente y algo decepcionada.

 

– Han pasado muchos años, estoy desactualizada. Nadie querrá contratarme.

 

– ¡Ni siquiera lo has intentado, no me parece bien! Tú siempre me dices que hay que intentar las cosas y si no salen a la primera, pues a la segunda… -le reproché.

 

Ella me tomó la mano y comenzamos a caminar. Era un día de febrero soleado y ya se empezaban a ver las flores en los almendros. Olía fenomenal.

 

– ¿Sabes, hija? Creo que tienes razón. Mañana visitaré un par de hospitales privados, a ver si hay suerte. S u voz denotaba entusiasmo.

 

No la hubo el primer mes, ni el segundo.

 

– Mamá, mañana es el último día de clase, no olvides que salgo antes -le recordé, mientras me hacia la trenza.

 

– Pues tendrá que venir a buscarte la abu porque empiezo a trabajar.

 

– ¿En serio?, ¿te han cogido en el super? -pregunté ilusionada.

 

-No hija, en una mutua.

 

– ¿De verdad?, ¿en serio? -repetí- Y . ¿Eso qué es? -inquirí, pues jamás había escuchado esa palabra.

 

Mami, no pudo contener la risa.

 

– Hablé con la tía Marga y le pedí un préstamo para pagar una formación y especializarme en enfermería del trabajo.

 

Así fue como Julia Ortiz se reinventó. Venció sus juicios y se convirtió en un referente para mi. Me inoculó el amor por las personas y por su bienestar. Aunque en mi caso, tuve que decidirme por una rama alejada de la sangre, pues solo pensarlo, me caía redonda.

 

Hoy sí que siento miedo, miedo real y no imaginario. Aunque la mano de mi madre, que me había acompañado al ginecólogo aquel día, me sostenía, tenia la sensación de que me iba desmayar. Odié cada pensamiento recurrente de los últimos meses deseando contraer una enfermedad grave que me hiciera desparecer. Aquella ruptura con el padre de mi hija, había sido un duro golpe, una traición a mi confianza, pero aquello no me daba derecho a desear la muerte, a llamarla, porque de algún modo, me había escuchado.

 

Aquella palabra me hizo tambalear. Cáncer. Qué corta y al tiempo tan enorme.

 

Salimos a la calle, hacía un sol radiante, demasiado calor para la fecha, incluso los almendros habían florecido. Olía a vida.

 

Mi miedo era mucho más profundo, casi insoportable; por supuesto que temía los dolores que pudiera sufrir propios de la enfermedad, pero mi preocupación, era su dolor. Esta vez sí, estaba vez era real. Había que enfrentarse y no buscar una huida fácil. Debía demostrar a mi hija como lo hizo mi madre, que en esta vida hay que atravesar el miedo tendiendo un puente llamado coraje.

 

Les pedí convertirnos en una sola mujer y trabajar en equipo. Mamá se vino a vivir a casa. Lucía, con apenas catorce años, se transformó en una adorable y empática mujercita que además de cuidarme, estudiaba como jamás lo había hecho para no darme disgustos.

 

Por fortuna, mi empresa creyó en el proyecto cuando les planteé que, como directora del area de Responsabilidad Social de Organización, veía necesario crear un programa de acompañamiento, empoderamiento y apoyo a los colaboradores que sufrían una enfermedad de larga duración. En un primer momento resultó chocante, mi propuesta contenía apoyo psicológico, coordinación con asociaciones de pacientes, traslados al médico o domicilio cuando la medicación no les permitiera conducir por sus efectos secundarios, reducciones laborales con abono del 100% del salario durante el tratamiento si el empleado elegía, para despejar su cabeza continuar dedicando algunas horas, adaptaciones de puesto y otras medidas que hacían mucho más sencillo un proceso tan duro.

 

«Al menos no tengo que preocuparme. Como me consta que otras personas han de hace al comunicar a su empresa la enfermedad, aunque este n o suele ser el peor momento. Donde todo el mundo se compadece de ti; lo más complicado es regresar siendo otra persona, quizá con algo menos de energía y una mochila muy pesada».

 

Llegó el día de la despedida.

 

– Hija, creo que es el momento -dijo mamá con la voz quebrada.

 

– ¡Es demasiado pronto, aún no estoy preparada! -reclamé.

 

– Sí, cariño, eres una mujer muy fuerte y estoy muy orgullosa de ti – añadió mientras acariciaba mi mano con una sonrisa en los labios, como siempre.

 

– Abrázame, mamá. Gracias -musité con la voz entrecortada.

 

– Hija, cualquiera diría que no vas a verme más. Sólo regreso a casa. Tu recuperación ya te permite seguir adelante sola. Bueno, con Lucia, que en este año y medio ha madurado y es una extraordinaria enfermera.

 

– Tienes razón, necesito tomar las riendas de mi vida de nuevo, volver al trabajo, donde además, soy muy afortunada por contar su apoyo y acompañamiento, y sobre todo, ocuparme de mi hija, esta situación la ha lanzado demasiado lejos y creo que necesita retornar -recapacité.

 

Con un beso en la frente salió por la puerta portando su bolsa de viaje de lona marrón, resistiéndose a cerrar sin antes recordarme, que mañana, como todos los jueves, teníamos una cita en la churrería.

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