Sólo hacía dos meses que había salido de aquel infierno de empresa. No me sentía con fuerzas para comenzar una nueva búsqueda de empleo: no me sentía segura de mi misma, ni con fuerzas para defender mi currículum. Estaba muy enfadada con el mundo pero también conmigo misma por no haber sabido conducir la situación de otra manera.
Llevaba apenas unos meses en una consultora tecnológica de primer nivel que prometía ser mi trampolín para obtener una carrera profesional de éxito. Había aceptado la oferta, no tanto por la parte económica, sino por la histórica. Me explico: conocía la reputación de esa empresa desde que había comenzado mis estudios de Ingeniería Informática, y sabía que era el lugar en el que quería acabar. Todo lo que descubría de la empresa a través de artículos de opinión y, sobre todo, en redes sociales, me mostraba signos de empresa saludable, donde todas las personas eran bienvenidas y en la que tener una carrera profesional era factible siempre y cuando tu trabajo te respaldara. Sí, quizás yo gozaba de una autoestima alta: a mis 25 años tenía claro que podía llegar a donde me propusiera. Como me había repetido mi madre desde mi más tierna infancia, “hija, tú siempre con la autoestima bien alta, que en la vida te encontrarás mucha gente dispuesta a minártela”. Por ello, en cuanto tuve el título de ingeniería en mis manos, envié mi currículum al equipo de selección de la tan ansiada consultora, con la plena seguridad que me aceptarían. Y así fue.
Las primeras semanas fueron algo caóticas: el proceso de on-boarding se ceñía a un papel que me entregaron en mano con un listado nada desdeñable de cursos de Compliance, que tenía que completar en esas primeras semanas. Por lo demás, no hubo más que una escueta reunión con RRHH y un mentor al que sólo tuve ocasión de ver una vez en mi vida. A pesar de ello, yo estaba super motivada: acabé los cursos en apenas un par de días, por lo que enseguida contacté con RRHH para que me indicaran los siguientes pasos. No hubo ninguna contestación por su parte, pero al día siguiente mi nuevo responsable me contactó por Teams. Un par de minutos fueron los que necesitó mi responsable para despacharme: “Hola Lana, bienvenida al equipo. Es un verdadero placer tenerte aquí. Te he pasado un email con el detalle de la documentación del proyecto que estamos desarrollando para el cliente. Léetela y hablamos. Que tengas buen día.”
Como soy una persona paciente, a pesar de que los inicios fueron algo desalentadores, no quise tomar una decisión precipitada: era la empresa de mis sueños, así que pronto les haría ver de lo que era capaz de hacer y me darían la oportunidad de asumir nuevas responsabilidades.
Pasaron los meses con una sensación acuciante de impotencia: a las reuniones con el cliente no podía ir porque, según mi responsable, era demasiado joven e inexperta, y tratar con el cliente suponía cierta madurez profesional de la que, aparentemente ante sus ojos, yo carecía. Los desarrollos que realizaba, a partir de las instrucciones que me daban, parecían cumplir con las expectativas del equipo y del cliente, y así, con paciencia, fue aprendiendo, y asumiendo nuevas tareas dentro del proyecto, aunque siempre a la sombra, y sin relacionarme apenas con el equipo.
Un año después, con más experiencia y las mismas ganas de comerme el mundo, mi responsable me indicó que me cambiaba de proyecto. Lejos de enfadarme, me resultó un idea magnífica, ya que en ese año no había conseguido que se me valorara lo suficiente para darme nuevas responsabilidades, y además no había podido tener mucha relación con el equipo. Cuando conocí a mi nuevo responsable, le indiqué que tenía muchísimas ganas de comenzar nuevos retos y aprender. En aquel momento, mi nuevo responsable me miró con cara de pocos amigos, y como única respuesta me indicó con la mirada que me pusiera a trabajar.
Pasaban los meses y mi situación profesional no evolucionaba: aparentemente cumplía con lo que se me pedía y, siempre que me dejaban, excedía las expectativas, pero no conseguía salir del zulo y relacionarme con más gente en el equipo o incluso en el cliente. A pesar de pedir reiteradas veces que necesitaba más responsabilidad, no conseguía ver avances, hasta que un día me invitaron a una reunión de equipo. Al entrar, me sorprendió ver que todos en la sala eran hombres. ¿Dónde estaban las mujeres? Estaba segura de haber visto a otras mujeres en la oficina, sin embargo, parece que ninguna estaba en mi proyecto. En cualquier caso, esto no me desanimó, muy al contrario pensé que me había ganado mi plaza en esa reunión, así que, cuando preguntaron si alguno tenía alguna idea para solucionar el problema que les había trasladado el cliente, me animé a compartir mis propuestas. No sólo no fui escuchada, sino que ni tan siquiera me dejaron acabar mis argumentos. Calificaron mi propuesta de infantil e inmadura. Sin embargo, al cabo de un rato, otro compañero compartió la misma idea pero con otras palabras. En ese momento, mi responsable le felicitó indicando que era una magnífica propuesta. Nadie pareció quererse dar cuenta. Yo interrumpí indicando que era precisamente lo que yo había dicho hacía apenas unos minutos, pero todos me miraron con estupefacción y siguieron la reunión ignorándome.
En los meses siguientes, esta situación empeoró pues ahora la forma en la que me hablaban subía de tono y en algunos casos incluso había una falta de respeto clara. Como yo no me quedaba callada e indefensa y quería hacer valer mis palabras, acabaron relegándome a un segundo plano dentro del equipo, consecuentemente dejé de estar invitadas a las reuniones. “Eres demasiado intensa”, fue lo único que mi responsable constató en mi evaluación anual.
Tras meses de ser ignorada, presenté mi dimisión. El departamento de RRHH no me preguntó las razones por las que dejaba la empresa, es más, me miraban con cara de “esta ignorante no sabe que está perdiendo la oportunidad profesional de su vida”. Pero yo sólo quería salir de allí y buscar otro lugar donde pudiera sentirme segura, sentirme como en casa. No podía entender cómo me había cegado la imagen de la empresa hasta el punto de no haber visto a tiempo que realmente no era como se mostraba de puertas para fuera.
La captación y retención del talento se asemeja a un proceso de enamoramiento: la empresa debe mostrarse atractiva ante los candidatos y, para ello, pone un gran esfuerzo en mostrar todas sus bondades en redes sociales, en eventos y ferias de empleo. Es ahí cuando tiene lugar el flechazo, normalmente suele ser un amor a primera vista, porque lo que vemos es todo lo que siempre hemos deseado e idealizado en nuestra cabecita. Sin embargo, una vez que nos han captado, las empresas comienzan con la fase de la retención. Este momento es clave, porque aquí es dónde el enamoramiento puede desvanecerse de un plumazo si todo lo que hemos visto en un primer momento resulta ser sólo un espejismo, o una cutre campaña de marketing. Pero si la organización ha trabajado la retención del talento, el enamoramiento se incrementará e incluso se extenderá en el tiempo. Para ello, la clave radica en que la organización y, por tanto, todos sus integrantes, vayan alineados a esta propuesta de valor que enamora a los empleados. Y, en este sentido, valores como el respeto, la tolerancia, y la acepción de la diversidad son elementos potenciadores.
La propuesta de valor de una organización debe obtener como resultado que las personas se sientan como en casa y, para ello, debemos trabajar en cuidar el viaje del empleado en sus diferentes etapas. En el caso de Lana, todo el viaje previo a su incorporación había sido impecable. Sin embargo, la empresa comenzó a fallar en el on-boarding, pues apenas se invertía tiempo y personas en acompañar a las nuevas incorporaciones durante esa etapa inicial. Posteriormente, Lana vive en dos proyectos la misma situación: edadismo (es demasiado joven para hacer esto y lo otro) y discriminación de género (no teniéndose en cuenta sus propuestas hasta que las propone un compañero, o bien etiquetándola de intensa en una evaluación). A todo ello, podríamos sumar la situación de acoso, que tendría que haberse solucionado pudiendo denunciarlo a través del canal de contacto establecido en un protocolo de acoso. Toda esta situación es la que lleva a Lana a perder ese enamoramiento inicial.
Tener equipos diversos es una apuesta fuerte dentro de las organizaciones, pero sensibilizar y formar a las personas para trabajar en pro de la inclusión es la clave para que las personas se sientan en un escenario seguro y confortable en el que poder expresarse libremente, y que sus ideas puedan ser tenidas en cuenta independientemente de su edad, género, orientación sexual, raza o capacidades diferentes.
La inclusión enamora. La inclusión multiplica.