RRHH Digital. Hace ahora 38 años, cuando yo rondaba los 12 de edad, formulé ante mis progenitores un radical comentario en torno a la Guerra Civil española, sobre la que había leído un breve texto. Mi padre, q.e.p.d., me aconsejó con su habitual delicadeza que antes de realizar afirmaciones sobre una cuestión es bueno informarse con todo el detalle posible.
Ese fue el detonante de una costumbre que he mantenido desde entonces: cada vez que un tema me interesa procuro leer no menos de una veintena de los libros de referencia sobre la materia. En muchas ocasiones, mi afán por conocer en profundidad alguna cuestión específica me ha llevado a que ese número se multiplicase por cinco o incluso por diez.
Así, por mis manos han pasado docenas, o en algunos casos centenares de libros, sobre la Guerra Civil; los Templarios; el Imperio romano; la I Guerra Mundial; organizaciones de servicios (también de carácter religioso: Jesuitas, Escolapios, y otras más recientes, como los propagandistas, Los legionarios y otras semejantes); la Grecia clásica; el comienzo y desarrollo de la formación de directivos en el mundo contemporáneo; etc.
No debía de tener más de trece años cuando comenzó mi interés por la II Guerra Mundial, y más en concreto por sus antecedentes. A saber, qué hizo posible que un país como Alemania fuese transformada por una banda de criminales sin escrúpulos encabezada por un cabo austriaco.
Entre las numerosísimas obras que desde aquellos lejanos tiempos he estudiado, se encuentran la práctica totalidad de autobiografías de personajes del momento –Speer, Guderian, Von Manstein, Kesselring…-, además de muchos otros títulos firmados por Laurence Rees, Kershaw, Curt Riess, Juan Baráibar, Álvaro Lozano… Es decir, por los principales estudiosos de aquellos sucesos.
Entre los múltiples temas que componen el entramado de aquellos excepcionales momentos, hay uno que siempre me ha provocado particular curiosidad: ¿cómo es posible que gente aparentemente normal fuese capaz de votar masivamente a un partido como el nazi?
Ese interrogante también me lo he formulado en ocasiones al ver profesionales, incluso de gran valía, que ante determinada cuestión (por ejemplo, las indicaciones de una organización de tendencias sectarias) parecen bloquear su capacidad de razonamiento en cuestiones específicas, a la vez que en otras mantienen una objetiva visualización de la realidad. Porque, lo mismo que sucedió a destacados germanos (incluyendo médicos, abogados, militares…) sucede periódicamente con otras organizaciones que consiguen la pleitesía de grandes mentes en cuestiones concretas.
Espigando de un lugar y otro, he descubierto algunas respuestas que alumbran en parte el tema. Una procede, precisamente de quien fue denominado con acierto el Mefístofeles moderno, Jospeh Goebbels. Escribió este siniestro propagandista (como le gustaba ser llamado): “evidentemente, es cuestión de gustos el admirar una propaganda que, al encerrar herméticamente a campesinos y obreros lejos del mundo exterior, y al repetirles de continuo grase vacuas acerca de su salvación y de la felicidad universal, etc., ha logrado engañarlos, haciéndoles creer que este estado de cosas constituía el paraíso en la tierra. No es posible emitir un juicio personal sino por medio de comparaciones. Aquí, se carece totalmente de medios de comparación. El campesino –o el obrero- se parece a un hombre preso en un sótano oscuro. Tras varios años de cautiverio, es fácil convencerle de que una lámpara de petróleo, o de aceite, encendida, es la luz del sol… Una inteligencia nacional susceptible de luchar contra ese sistema, ya no existe. Toda la nación se halla penetrada por una red de informaciones que abusan de la confianza de los niños contra sus propios padres”.
Este texto fue escrito el 19 de julio de 1942. Difícilmente podría darse mejor definición de lo que Goebbels pretendía con su trabajo. Sin embargo, él lo escribió para explicar lo que “por alma rusa cabe entender”. Y es que comunismo y nazismo son más parecidos en lo esencial de lo que cabría pensar a primera vista, al igual que muchas otras organizaciones que creen no responder ni a una ni otra ideología.
Algunas organizaciones, independientemente de la orientación ideológica y de los objetivos que se propongan, se tornan falaces cuando la dignidad de la persona queda en entredicho. Y es que la supuesta bondad colectiva, cuando los medios no son los adecuados, puede llegar a convertir un proyecto maravilloso en una perversidad colectiva. En el caso nazi tanto fines como medios eran inaceptables. Hoy en día, en algunas organizaciones con fines buenos son las aplicaciones y los instrumentos los que tornan perverso el proyecto.
Los comentarios están cerrados.