El DNI (Documento Nacional de Identidad) ya no servirá para el futuro. Lo seguiremos utilizando durante un tiempo como elemento identificador en nuestra actividad legal o administrativa, pero su función singularizadora (quienes somos, cuándo y dónde nacimos, cuál es nuestro domicilio, etc.) será claramente reduccionista y simplificadora en la sociedad digital. Estos datos, con nuestra información personal, ya son hoy seguramente insuficientes y, a veces, una rémora para el futuro inmediato de nuestra identidad moderna.
Deberemos nacer –mejor dicho, renacer- en Internet si queremos tener futuro. De ahí la importancia de los dominios personales (¿ya han registrado y comprado su nombre o el término con el que deseen ser reconocidos en el futuro?), de los nicks (sobrenombres digitales), de los avatares (imágenes gráficas que nos representan) y de nuestros perfiles públicos en redes sociales. Y también la relevancia de las nuevas “firmas”, como nuestra cuenta en Twitter o los desconocidos pero sorprendentes códigos QR personales capaces de encriptar información digital.
Nuestra identidad personal será nuestro rastro digital. El que dejamos y el que otros dejan de nosotros. Ambos configurarán nuestra reputación, la auténtica referencia métrica de valor en la sociedad digital. Los buscadores, por ejemplo, no saben nada de nosotros: ni quienes somos, ni ninguna otra característica personal. No conocen nuestra posición socioeconómica o nuestra actividad profesional, por ejemplo. Sólo saben lo que “valemos” en Internet, el valor que tiene nuestra identidad digital (la suma de informaciones, objetos digitales, enlaces, imágenes, etc., que conforman nuestra presencia en la red). Es fantástico. No es importante quienes somos, sino lo que significamos en términos de reputación y audiencia, es decir, somos lo que la comunidad global, en un ejercicio de meritocracia absoluto, nos otorga.
Nuestra ciudadanía política y cívica, será complementada (e incluso superada) por nuestra nueva ciudadanía digital. Las identidades del futuro serán globales, no sólo nacionales; múltiples, más que únicas; y se verán mejor reflejadas, como pliegues poliédricos en las redes y en todos nuestros perfiles, que en cualquier trocito de plástico, aunque lleve incorporado un chip electrónico. Olvídense del currículum vitae y preocúpense por el digital vitae. Pasaremos del tradicional DNI a una nueva PDI (Personal Digital Identity) que no necesitará carnés ni documentos.
Esta nueva ciudadanía digital, que construirá nuestra identidad personal en la sociedad red, va a tener derechos y deberes. El primero, que se va a abrir con fuerza y de una manera imparable, será el Acceso Universal (AU) a Internet. Finlandia, por ejemplo, es el primer país de la Unión Europea que ha declarado, el pasado mes de julio, el derecho constitucional a una conexión de Internet de banda ancha de 1Mbps (¡y esperan aumentarla paulatinamente a 100!) para todos sus ciudadanos. Consideran la conexión un servicio público básico que debe llegar a todos los rincones del país. España aplicará la misma medida a partir de 2011, aunque Andalucía ya se ha adelantado este año, y espera dar un salto definitivo ya que, según datos de Eurostat (diciembre de 2009), sólo el 51% de los hogares cuenta con conexión a Internet. Pronto la Carta Europea de Derechos de los Usuarios de las Telecomunicaciones amparará la garantía de igualdad de cualquier ciudadano con la consideración de Internet como servicio universal sea cual sea su condición geográfica, cultural o económica, como ya han solicitado reiteradamente la Comisión Europea y el propio Parlamento Europeo en el marco de la Agenda Digital 2015.eu. Naciones Unidas también presiona en la misma dirección.
Algunos estados, preocupados por el uso ilegal de determinadas prácticas contra el derecho a la propiedad intelectual de los creadores, pretenden regular la posibilidad de la desconexión digital a aquellos usuarios que vulneren la legalidad. Pero Internet no conoce fronteras. Aplicar las lógicas de los estados ya no sirve en entornos interdependientes y conectados. No sirve ni para la política monetaria, ni para la defensa, ni para la construcción de un espacio económico y político común y compartido. Lo saben bien las economías más dinámicas. Precisamente, aquellas que más han apostado por la velocidad de sus conexiones, por el bajo coste y por la accesibilidad universal a las mismas, son las que más crecen.
La ciudadanía y la sociedad digital y del conocimiento supone afrontar tres retos para cualquier persona u organización: cambios en los flujos y protagonismos de la comunicación, cambios en los modelos organizativos y cambios en los procesos de creación de talento y de valor. Quien no comprenda (incluida la política) la naturaleza profundamente transformadora de los modelos de negocio y de relación que este triple cambio supone, no podrá sobrevivir al tsunami digital al que nos enfrentamos.
Es obvio que en la sociedad de la abundancia del conocimiento y del acceso universal y abierto, los modelos de agregación de valor y su mercantilización deben ser revisados drásticamente si se quiere generar riqueza. Es precisamente un nuevo concepto de riqueza redistribuida lo que está reescribiéndose. Un concepto donde las rentabilidades, los legítimos retornos al talento, la creación y la propiedad, así como los márgenes comerciales de cualquier legítima intermediación, deben de adaptarse a la sociedad abierta.
Los nuevos ciudadanos digitales son nuevos usuarios y consumidores, con otros modelos y otras lógicas. En palabras de Thomas Friedman: “Asistiremos a la irrupción de modelos de negocio basados en la colaboración que resultan simplemente inimaginables hace una década”. Hay negocios en la sociedad abierta, pero sólo existirán los que sepan adaptarse a ella: libre no significa gratis, pero sin libertad no habrá actividad económica. Ni identidad personal.
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