Evolución, Demografía e Igualdad

Los cambios sociales que estamos experimentando en nuestra sociedad nos están obligando a mirar lo tradicional de forma distinta y, sin duda, a acomodar nuestros valores a una nueva situación.

La familia, la unidad básica sobre la que descansa la sociedad está sufriendo una transformación, pero esto no es nuevo. Los cambios demográficos que la humanidad ha venido experimentando, sobre todo debido al progreso tecnológico y a la disponibilidad de recursos, han dado lugar a cambios a los que el ser humano ha tenido que responder con nuevas formas de organización, de relaciones y de colaboración y entendimiento.

Desde los albores de la humanidad hombres y mujeres se han organizado buscando la mejor respuesta al entorno. El clan protegía y el reparto de roles entre jóvenes, viejos, mujeres y hombres garantizaba la supervivencia. La aportación económica de los más mayores y las mujeres con la recolección sustituía a la aportación de la caza cuando esta no existía. La unidad organizativa era amplia, el grupo numeroso y la colaboración, el cuidado de los demás, un factor clave de éxito.

El neolítico introduce el arado, la reducción del número de miembros en la familia y con ello la posesión de la tierra trabajada, lo que conduce a la transmisión de patrimonio que hubo que regularse mediante la identificación de quién era hijo de quién para ordenar la herencia. Es decir, aparece el apellido como modo de identificar la ascendencia y la descendencia. La mujer y el hombre siguen repartiéndose las actividades de la casa, hacienda, etc. Y, aún dándose diferencias entre comunidades o grupos sociales en cuanto a esa organización, la amplia familia, los parientes, forman un entramado que sigue garantizando la supervivencia propia y de los sucesores.

La propiedad debe seguir siendo cuidada para futuras generaciones. Los mayorazgos vienen a garantizar que el patrimonio familiar no se desperdigue y se fragmente y con ello se pierda. El hijo mayor garantiza la permanencia de “la casa”, los demás al ejército, a la Iglesia o a América. Ellas a bien-casarse y a ser continuadoras de la tradición.

La mortalidad infantil era tan grande que las poblaciones solo se garantizaban si la fecundidad también lo era. Es un periodo de altas tasas de fecundidad y mortalidad y el niño que sobrevive requiere todos los cuidados.

El siglo XVIII supone un momento clave. Durante este siglo y el anterior, España está trayendo el último oro de América y la aristocracia está dejando paso a una burguesía en alza, facilitadora de mayores espacios de libertad. Inglaterra da pasos espectaculares en el desarrollo científico y tecnológico y Napoleón se empeña en unificar Europa a su modo. Llega la primera revolución industrial y con ella los movimientos migratorios que abandonan el campo, es decir, se pasa de la hasta ese momento propiedad improductiva a un escenario distinto, trabajar para otro. Con el  desarrollo de la medicina, el cuidado público y privado de la salud y la mejora de las condiciones sanitarias de los partos, se reduce la mortandad en general y la infantil en particular, y con ello la fecundidad. La fábrica es un nuevo contexto de relaciones y ante las condiciones de trabajo y los derechos de los trabajadores, nacen los sindicatos quienes propician grandes pasos en el bienestar. La mujer empieza a trabajar en la fábrica, lo que no significa que deje de ser “ama de casa” y que se encargue de los pequeños, los mayores y todas las tareas del hogar. Durante el siglo XIX y toda la mitad del XX  los sindicatos no ven con buenos ojos la incorporación de la mujer al mercado de trabajado por entender que la mujer es mano de obra barata al servicio del empresario. La reclamación no es facilitar el acceso de la mujer al mercado laboral sino la obtención de un “salario familiar” para que el hombre pueda mantener a la familia y la mujer permanezca al cuidado de los miembros familiares.

Hasta los años ´60 prevalece una forma de organización familiar con claro reparto de tareas: él garantiza la seguridad y la subsistencia, ella organiza la vida en el hogar donde los niños crecen. Está mal visto que ella trabaje, puede competir laboral y profesionalmente con él corriendo riesgos de deterioro de la unidad básica de la sociedad, la familia.

Nuevos progresos en la ciencia, la tecnología, la medicina y los servicios sociales son avances que tendrán su impacto en la sociedad. En la primavera de 1968 París, Europa, el mundo occidental cuestiona lo que no se mueve y la juventud pide cambios. La mortalidad infantil se reduce, la natalidad comienza su descenso (en España tardará en llegar), la tasa de actividad de las mujeres se incrementa, el índice sintético de fecundidad se reduce, los emparejamientos decrecen, los divorcios y separaciones aumentan, la edad media de la mujer al tener el primer hijo se eleva y la esperanza de vida mejora.

La estructura familiar tradicional se modifica. Las familias son menos numerosas y los miembros están más alejados. Se forman familias monoparentales, familias con progenitores del mismo sexo, familias formadas por matrimonios que aportan hijos de anteriores matrimonios y familias donde, por la razón combinada del crecimiento de la esperanza de vida y la frecuencia de rupturas matrimoniales, conviven bisabuela, abuela, madre e hijo o hija (“familias espárrago” frente a la tradicional parentela).

Todas ellas familias y todas con la misma preocupación, cuidar a los suyos. ¿Hemos cambiado?. En lo básico, no. Seguimos las instrucciones claras de la naturaleza de pervivir como especie; en las formas, sí, hacerlo en las mismas condiciones de desarrollo personal, e igualdad.