24 de noviembre de 2024
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La magia de la venta

La magia de la venta

Probablemente una de las expresiones más utilizadas en el mundo de la venta en los últimos años es «vender con valor añadido». El hecho de ofrecer o aportar valor añadido a los clientes es algo que indudablemente todos los que operamos en el mercado damos hoy día como requisito de obligado cumplimiento para poder competir en el mismo. Pero ante esto cabe reflexionar sobre lo que realmente entendemos por ello y preguntarnos si estamos realmente aportándolo.

El concepto objetivo «valor añadido» en realidad hace referencia a algo que no es fácil de encajar en el terreno de la objetividad sino, más bien al contrario, en las antípodas del mismo, es decir en el de la subjetividad. Lo que para una persona puede suponer un extraordinario valor, para otra sin embargo puede que no pase del mero cumplimiento de un requisito.

Partiendo de esa premisa, el valor añadido no se encuentra en las caractérísticas del producto que se ofrece al mercado tras un largo proceso de elaboración, después de haber pasado meticulosos controles de calidad y tras ser presentado al mismo a través de intensas campañas publicitarias. Tampoco se encuentra en las ventajas que ese mismo producto pueda ofrecer sobre otros que compiten en el mismo mercado objetivo de consumo.

El valor añadido siempre se encontrará en algo tan sencillo y tan complejo a la vez como la percepción que del mismo -y de quien lo ofrece- tenga el cliente y las sensaciones que le transmita. En cuanto eso se produzca el resorte de la decisión de compra se activa como por arte de magia.

En su maravillosa obra «El Principito», Antoine de Saint-Exupèry nos invita a reflexionar sobre las cosas regalándonos una frase sublime: lo esencial es invisible a los ojos. En la venta lo esencial son esos resortes invisibles que motivan a las personas a decidirse por comprar una cosa y no la otra, a aceptar una oferta y no otras y a otorgar la confianza a una persona y no a otra. Ahí radica el punto clave, en ese momento todo el esfuerzo realizado en la elaboración del producto sobre el que tiene que decidirse el potencial comprador depende de su subjetividad, y ahí es donde en realidad anida la magia de la venta. La cosa así presentada parece bastante compleja y efectivamente lo es.

Con frecuencia podemos observar a vendedores forzando la compra de lo que ofrecen mediante discursos basados en las extraordinarias características que presenta. Incluso aquellos con mayor capacidad dialéctica, el único objetivo que en realidad estarían consiguiendo ante un avezado comprador es ser percibidos por éste como alguien que cumple con la obligación de conocer perfectamente sus productos y saber presentarlos, por lo tanto no hay demasiado terreno ganado en ese sentido y por supuesto ni hablar de la aportación de valor que pudiera percibir. En definitiva, no hay magia.

Otros vendedores admitiendo como obligación el conocimiento de sus productos, investigan de qué manera pueden ofrecer más y mejores ventajas que los que ofrecen sus principales competidores. Bravo por esos vendedores, sin duda su esfuerzo es loable, pero en realidad a ojos del cliente no habrán ganado muchos más enteros; si bien siempre esa información será acogida de buen grado, tampoco supondrá ni un gramo de valor añadido para él y en definitiva, pensará que es asimismo obligación del vendedor conocer lo que ofrece su propia competencia, por lo tanto eso en sí no supone ningún valor añadido para él. Por lo tanto en este caso tampoco se producriá la magia.

En el caso de los vendedores que realizan su labor en torno a empresas -especialmente los grandes clientes- puede también destacarse el hecho de que antes de iniciar las gestiones comerciales ante ellas estudien cómo actúa la competencia de las mismas y conozcan sus resultados, de forma que en sus argumentaciones presenten estos datos. Esto resulta sin duda un buen ejercicio de responsabilidad profesional por su parte, pero que como en los casos precedentes, para la persona que tendrá que decidir si compra o no, no será más que otra obligación profesional que, sin duda, ofrecerá una imagen de solvencia del vendedor, pero que en términos de efectividad realmente no supondrá una aportación extraordinaria que condicione su decisión, pues no percibirán ningún tipo de valor añadido. Por lo tanto tampoco ahora surgirá la magia.

¿Dónde debe entonces poner el foco el vendedor?

En realidad todo lo apuntado es algo que un profesional de la venta debe cumplir, de lo contrario desde ese momento ya estaría actuando en una posición de desventaja. Ello no obstante, donde verdaderamente se fragua la decisión de compra es, como ya se ha apuntado, en el terreno de la subjetividad, en el terreno del beneficio, traducido éste como lo que el comprador siente que obtiene por la compra de ese producto o servicio – y no de otro. Para saber jugar con eficacia y efectividad en ese terreno, como en tantas otras cosas, los clásicos nos ofrecen las reglas.

Sócrates, hijo de una comadrona, se sintió atraído desde niño por la importancia de la labor de su madre: ayudar a las parturientas a alumbrar hijos. El adulto Sócrates plasmó esas vivencias trasladándolas a un ejercicio intelectual que ha llegado hasta nuestros días con el nombre de Mayéutica o el método socrático mediante el cual hacía que a través de preguntas inteligentes que les iba formulando a sus discípulos, éstos alumbraran las respuestas «por sí mismos». LLevemos esto al escenario de la venta.

El vendedor conoce perfectamente lo que puede hacer o no su producto; también conoce hasta qué punto supera a lo que ofrecen sus competidores, incluso también conoce los movimientos del mercado. Con toda esa información debe empezar a actuar para conseguir la magia traducida en la percepción de valor por el cliente hasta el punto que le obligue a comprar.

A través de un inteligente -y hábil- ejercicio, el vendedor irá formulando preguntas a su interlocutor de tal modo que este mismo vaya identificando y declarando explícitamente con sus propias respuestas las necesidades que tiene. El vendedor irá encajando esto con la forma en que su oferta las satisface. Ahondando cada vez más en lo específico, el potencial comprador llega a una conclusión: necesito hacer algo que me permita satisfacer esas necesidades. Ahí empieza a surgir la magia de la venta. En ese momento, el vendedor debe obrar con sutileza y sin precipitación. Con habilidad seguirá formulando preguntas -ahora ya muy centradas en lo que piensa el comprador que debe hacer para satisfacer sus necesidades- que tengan como resultado una fácil asociación para éste entre la necesidad a satisfacer y lo que el producto hace para ello. Esto hecho de tal modo que él solo, motu proprio llegue a la conlusión de que lo mejor que puede hacer es comprarlo. En ese momento se produce la magia de la venta, ahí radica el verdadero valor añadido: el cliente compra y percibe el beneficio de ello; lo ha decidido él y sabe lo que para él supone. Esa es la meta a la que todo buen vendedor debe llegar.

En definitiva, cabe concluir que no existe una mayor percepción de valor añadido que la que se concreta en la sensación de la compra bien hecha, es decir la que el comprador decide (o así lo siente) por sí mismo.

No hay mejor venta que aquella que deja en el comprador la reconfortante sensación de ¡qué buena compra he hecho! Ahí radica la magia de la venta y, para el buen vendedor, que sabe cuándo se está produciendo ese instante, la sensación es -como me dijo uno de los mejores vendedores que he conocido- la que tienes cuando tu equipo de fútbol marca el gol que le sirve para ganar el campeonato.

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