No basta con que reduzcamos la distancia con las empresas más innovadoras y competitivas, sino que hemos de situar la nuestra como una más entre aquellas, y explotar las diferencias más valiosas que nos caracterizan: Parece ser la forma más sólida de asegurar el futuro. No podemos ofrecer al mercado más de lo mismo, mientras la competencia satisface expectativas explícitas e implícitas y consolida su posición. Hemos de orientar bien los esfuerzos y hacerlos más fructíferos, porque es posible y deseable. Parecerá una teórica o una perogrullada, pero forma parte de las reflexiones que les tenía preparadas si aceptaban acompañarme en estos párrafos.
No basta, no, con que revisemos la relación calidad-precio y reduzcamos costes; no basta con que vayamos incorporando las novedades que, en procesos, productos o servicios, generan otros; no basta con la renovación tecnológica, aunque resulte inexcusable; no basta con la mejora continua, aunque siempre deba estar activada. Necesitamos innovación genuina, y ésta supone un salto cuántico y rompedor, una incursión en la terra incognita de nuestra actividad, una extensión de nuestro campo del saber. La innovación genuina supone descubrimiento, hallazgo, novedad valiosa con la que causar impacto, y —lo sabemos— no demanda siempre grandes esfuerzos de investigación y desarrollo.
“La innovación es la característica singular que engrandece a las mejores compañías. Las compañías que saben cómo innovar no necesariamente invierten grandes sumas en investigación y desarrollo; en vez de ello, cultivan un nuevo estilo corporativo de conducta que admite nuevas ideas, cambios, riesgos e, incluso, errores”. Esto leíamos en la revista Fortune hace más de diez años, y parece seguir vigente.
Son muchos los avances técnicos y científicos, las innovaciones generadas en las empresas, que tienen su origen en la casualidad, en el establecimiento de valiosas conexiones, en alguna de las manifestaciones de la intuición auténtica, en las abstracciones oportunas, en el ensayo y la experimentación, en la elección de acertadas hipótesis, en la curiosidad constructiva, en el cuestionamiento de las cosas y, aun, en el fracaso aleccionador. Del fracaso surgió, por ejemplo, el pegamento de cianoacrilato hoy tan extendido; de la casualidad o serendipidad surgieron novedades tales como el teflón, el horno de microondas, el Walkman de Sony, las vacunas, las notas Post-it, la aspirina, el caucho vulcanizado, etc.
Es verdad que el avance de las tecnologías de la información y la comunicación es constante, y constituye una referencia para la innovación, pero hay otras referencias a considerar, relacionadas con los cambios visibles en la sociedad, con sus nuevas necesidades y expectativas, con los nuevos valores, con las nuevas regulaciones. Por otra parte, a veces las empresas de tecnología generan novedades en sus laboratorios de investigación, dejándose llevar más por las posibilidades técnicas que por las aplicaciones previsibles. Como nos recordaba Peter Drucker, la tecnología del fax se desarrolló en América, pero fueron las empresas japonesas las que invadieron el mercado; asimismo, el transistor se inventó en América, pero fueron los japoneses quienes desplegaron la miniaturización. Sí, al parecer, los empresarios y directivos japoneses parecen haber sido, en ocasiones diversas, más intuitivos que los americanos; pero también sostenía Jagdish Parikh que el resto vamos por detrás de unos y otros.
En los esfuerzos de innovación no podemos perder de vista el mercado. La pregunta no es cómo podemos mejorar nuestro producto o nuestra tecnología, sino cómo podemos satisfacer mejor la necesidad del cliente. Y al pensar en el cliente, debemos identificar al actual y al potencial. Parecía que, en los años 80, el fax no suponía un avance de gran impacto observándolo como un complemento del teléfono -visión tecnológica-, pero sí lo supuso contemplándolo como una alternativa al correo postal ordinario -visión de mercado-. Algunos grandes almacenes tuvieron problemas en los años 90, quizá porque enfocaron su estudio a los clientes que ya tenían, y se olvidaron de sus clientes potenciales -por ejemplo, las parejas en que ambos trabajaban-.
También nos recordaba John S. Rydz, tras su experiencia en Singer, cómo algunas novedades se han basado en las sugerencias de los comerciales que vendían los productos, y no en las necesidades auténticas de los clientes, y por eso han fracasado. El autor nos advierte de que los vendedores, en su empeño de conseguir la decisión de compra por parte de sus interlocutores, podrían llegar a constituir una barrera cultural para la deseable sintonía con los usuarios finales, sin cuya satisfacción no cabe hablar de éxito.
Quizá se trate de una cierta “deformación profesional” fruto de su trabajo cotidiano, pero el personal comercial, por paradójico que parezca, puede llegar a veces a confundir la figura del cliente. A menudo, como también advierte Ted Levitt, “la actividad de vender se viene enfocando hacia las necesidades del vendedor”. Diríase que a veces el cliente o usuario tiene un tornillo y espera un atornillador, y el vendedor tiene un martillo y todo le parecen clavos. Cuidado con esto.
De casos de éxito en la innovación profesional y empresarial tenemos muchos ejemplos, y podemos distinguir las novedades según su génesis: Casualidad (el silicio negro, el teflón, el estetoscopio…), intuición (el Walkman, las hamburgueserías McDonald´s, las vacunas…), I+D (la televisión, la telefonía, el PC, nuevos tejidos, nuevos fármacos…), conexiones y analogías (el velcro, el método ARIZ, la cirugía con láser…), experimentación y ensayo, pensamiento crítico, etc. En un reciente trabajo recojo hasta 30 casos muy reveladores; pero, para terminar esta síntesis, me gustaría insistir en la necesaria orientación al cliente de que hablábamos párrafos atrás. Identifiquemos bien al auténtico cliente, y pensemos más en él.
Gracias por su atención, pero no olviden desplegar sus propias reflexiones, quizá distintas a las mías.
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