Se insiste una y otra vez en los medios que ha sido la falta de confianza la que ha llevado la crisis al borde del crac económico y social, y la gente, atemorizada por la situación de pánico, ha empezado a comportarse de maneras que hubieran generado la miseria de poblaciones enteras.
¿Cuál es la urdimbre que teje la confianza para que se le conceda tanta importancia?
La confianza sienta las bases de cualquier tipo de relación entre las personas. Incluso en las cosas en apariencia mas simples, “puedo cruzar una calle con semáforo en verde porque confío en que todos los coches se detendrán al ver que tienen luz roja”, “el conductor del metro se adentrará en el túnel sin miedo a chocarse con otro convoy, confiado en el sistema automático que mostraba el semáforo verde en la estación anterior”. “Llevamos a los niños al zoológico confiados en que las protecciones existentes impedirán que los animales salvajes atraviesen las barreras y puedan atacarnos”. “Salgo con media hora de casa para ir al trabajo todos los días, confiado en que casi siempre llego a la hora”. “Me monto en el avión confiado en que las normas de seguridad de aviación se cumplen para este vuelo que voy a tomar”. “Voy al mercado a comprar pescado y carne, confiado en que los alimentos que allí se venden cumplen con los criterios de salud establecidos”. “Ingreso mis ahorros en una cuenta bancaria, confiado en que cuando los necesite podré disponer de ellos en el momento”. “Me baño en una playa que las autoridades locales distinguen con bandera verde, confiado en que no existe peligro y es seguro bañarse”. “Cuando me duele el estómago voy al médico, confiado en que éste pondrá su conocimiento para mejorar mi estado de salud”. “Voy a ver un partido de fútbol, confiado en que las gradas resistirán el peso de sus ocupantes o en que, si hay algún problema, funcionarán con normalidad los vomitorios, para que el desalojo ordenado del campo pueda realizarse en pocos minutos”. “Voy a trabajar a una empresa que me ha contratado, confiado en que, si realizo bien el trabajo que me mandan, recibiré mi salario y podré independizarme de mi familia, siempre que la relación de trabajo se mantenga durante algunos años”.
Nos vemos, pues, abocados a confiar; cualquier relación interpersonal, social, está basada en unas reglas que las partes intervinientes confían en que sean cumplidas por todos. De lo contrario, la sociedad se derrumbaría como un castillo de naipes.
Esto ya lo advirtieron en la década de los 60 del siglo pasado sociólogos americanos de la llamada escuela de etnometodología, Garfinkel y Cicourel entre otros, quienes, en plena época hippy pusieron de manifiesto la precariedad en la que estaba basada la vida cotidiana, además de considerar las relaciones interpersonales como una actuación teatral (Goffman), como un ‘happening’.
Y los jóvenes estudiantes, seguidores de Garfinkel en las aulas californianas, se dedicaron a hacer pequeños experimentos que revelaban a la vez su carácter naif; iban a los comercios de las grandes superficies de precio fijo y trataban de regatear el precio de los productos que querían comprar, o cuando regresaban al final del cuatrimestre a casa se comportaban como huéspedes y no como hijos en la casa paterna.
La ruptura de las pequeñas reglas que se daban por sentadas convertía la convivencia o las relaciones interpersonales en un sin vivir, puesto que esa ruptura minaba las bases no cuestionadas y, sobre todo, incidían sobre la línea de flotación del pilar básico de la confianza. Sin confianza es imposible que funcione la sociedad, desde la más primitiva hasta la más sofisticada, desde la sociedad de ámbito mas limitado hasta la sociedad globalizada.
Esta vez, ahora, en el año 2008, ha sido la destrucción de algunas normas del funcionamiento de la economía financiera la que ha dado al traste con la confianza en el sistema que las soporta. Los destructores no han sido en este caso jóvenes sociólogos que querían demostrar una tesis inocente, sino unos ejecutivos desalmados y codiciosos que han atravesado todas las líneas rojas de la confianza y la han llevado al punto de una casi total destrucción, de manera que si los ciudadanos hubieran sacado masivamente el dinero de sus cuentas y fondos de pensiones o de inversión, el sistema hubiera quebrado.
Por lo tanto, vivimos, y a veces sin saberlo, confiados en que se cumplirán las normas sociales en los distintos entornos en los que nos movemos. Hay personas que tienen una mayor capacidad que otras para imponer o romper las normas, y hay personas que se ven obligadas a confiar en unas reglas que, a lo mejor, piensan que no garantizan con equidad sus derechos o sus propiedades.
Sin embargo, estos destructores de normas no se dan cuenta de que la desconfianza generada puede dar al traste con todo el sistema sobre el que se sustentan las relaciones sociales. No sabemos si los ejecutivos de los que hablamos serán neoconservadores o defensores del liberalismo a ultranza, pero sí podemos decir que la destrucción de la confianza es de tal calibre que la economía financiera ha afectado a la economía productiva, y que los países mas importantes del mundo están entrando en una recesión de la quizá tarden meses o años en salir.
El nuevo sistema no podrá ser el propugnado por esos ejecutivos de la rapiña, sino que será un sistema con las suficientes reglas y, sobre todo, reglas que se cumplan, como para que pueda restablecerse la confianza a nivel mundial y se mantenga la supervivencia de las actuales sociedades.
Para crear y mantener la confianza hace falta reciprocidad, transparencia y credibilidad entre las partes. Cuando esto no se produce, sólo puede generarse la confianza si los poderes públicos se encargan de que se cumplan las reglas y de que estas reglas sean equitativas para las partes.
Los estados han de encargarse de que los coches se detengan ante los semáforos en verde, y de que, si se produce algún atropello, los conductores sean juzgados. Si no me fío de que mi dinero esté seguro en un banco, el estado deberá obligar a los bancos a ciertos coeficientes de liquidez. Si voy a invertir en la bolsa, los productos bursátiles deberán estar como los alimenticios en los supermercados, indicando la composición del producto, los ingredientes y sus porcentajes, y la fecha de caducidad, de manera que no puedan colarse las hipotecas subprime en distintos paquetes con etiquetas respetables.
Si las administraciones de los países desarrollados no se fían de los productos de consumo y han exigido un detalle exhaustivo del producto que se compra, ¿por qué no puede hacerse lo mismo con los productos financieros o con la bolsa de valores? Quizá el tremendo poder desarrollado por los centros financieros como Wall Street haya impedido que el rasero de medir sea distinto al de los productos de consumo.
Por otra parte, esta crisis ha demostrado que ningún país esta a salvo, y pese a las altas tasas de crecimiento de países como China, India o Brasil, estos no han podido evitar que la crisis les salpicara y en qué grado. Por lo tanto, hacen falta instituciones a nivel mundial que se encarguen de supervisar los productos financieros.
La confianza se pierde en segundos y tarda años en construirse. Ya hemos visto como la crisis ha tenido una aceleración desmesurada y la confianza cayó en picado, en primer lugar entre las propias instituciones bancarias. Si queremos que la reconstrucción de esa confianza no tarde años, habrá que tomar medidas con rapidez, y sólo medidas tomadas por un conjunto representativo de países puede soldar la brecha de confianza que se ha generado en el mundo económico en general.
1 comentario en «Perdimos la confianza»
Bueno, mientras lo leía, estaba yo pensando en el micromundo de cada empresa… Pensaba en grandes empresas, en esas en que los ejecutivos se enriquecen de forma desmesurada (porque el primer ejecutivo precisa quizá muchos cómplices), y luego puede saltar el escándalo (como en Enron), más o menos llamativo, en perjuicio de accionistas y trabajadores… Lástima que no podamos confiar siempre en los líderes, por mucho compromiso que se nos pida, por mucha doctrina y liturgia empresarial que se despliegue, y por muchos cursos de liderazgo que se orquesten.
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