El verano pasado, mientras disfrutaba un primer periodo de vacaciones, tuve que preparar una ponencia sobre el estado del e-learning corporativo en España; luego, ya en agosto y en un segundo periodo de vacaciones, redacté y publiqué un artículo al respecto, basado en el contenido de aquella ponencia en el Virtual Educa de Zaragoza. Observé que, a pesar de tratarse del mes de agosto, en un par de días se habían registrado casi dos mil visitas al texto, e interpreté que existía una sensible inquietud en torno a este asunto.
A mí me gusta más escribir sobre el qué aprender, y no tanto sobre el cómo hacerlo, porque esto último me importa menos; pero el hecho es que el inexcusable aprendizaje permanente parece dividirse más por métodos -sala, e-learning, blended, coaching, outdoor, autodidactismo…- que por contenidos. Es más, cuando en el sector del e-learning hablamos de “contenidos”, no sé si nos referimos a la información -multimedia e interactiva- de la que el usuario ha de extraer el conocimiento -lo que yo preferiría-, o al aparato gráfico, la animación, la cosmética, la semiótica, etc., que, en general, yo asocio más a los tecnólogos que a los docentes.
Todo es contenido, sin duda, pero me explicaré. Yo soy guionista de e-learning desde hace más de 20 años, cuando todos hablábamos de Enseñanza Asistida por Ordenador (EAO). Felizmente entonces, yo mismo, como consultor-docente, diseñaba y producía los cursos en aquellos legendarios floppies. Luego, con el avance de la tecnología, los tecnólogos se hicieron con la producción y los docentes pasamos, poco a poco, a convertirnos en meros subcontratados internos, dentro de los proyectos de teleformación. Durante la producción, y sin conocimiento de los temas del curso, los técnicos modificaban entonces textos y esquemas de mis storyboards, sin que mis revisiones o reclamaciones posteriores fueran siempre efectivas.
Ya me indignaba, desde luego, que me dieran apenas 20 horas para diseñar las píldoras de 2 horas de estudio online. Recuerdo, por ejemplo, una sobre liderazgo -liderazgo de nivel 3, según el directorio de competencias-, para una gran empresa que decía gastarse 10 millones de euros al año en e-learning. Caramba, pensaba yo, ¿no valdría la pena hacerlo bien, siendo que el curso llegará a cientos de titulados y directivos intermedios? Yo tenía la impresión de que mi guion era lo que menos importaba de los cursos, y, de hecho, los usuarios no parecían tener mucho interés por aprender nada, sino por que la plataforma registrara el curso como “realizado”. Lo más que me decían en los e-mails, durante el seguimiento tutelar, era que el curso había sido “ameno”.
Ahora, en mi cincuentena, no me subo ya por las paredes, y ni siquiera me indigno; pero todavía me frustro a veces cuando retomo -me gusta hacerlo- la creación de storyboards, o cuando soy testigo de ciertas cosas que se dicen en el sector. Por ejemplo, me resulta llamativa la proliferación de sellos o normativas de calidad para el e-learning, porque no me parece que contribuyan sensiblemente a la satisfacción de usuarios. Puede que yo esté equivocado, o infectado de prejuicios, pero temo que no se relacione demasiado la calidad con la satisfacción de los usuarios.
De mi interpretación de la calidad, y mi correspondiente inquietud, da fe el hecho de que todavía, entrando en Google con “e-learning” y “calidad”, aparece un texto mío del año 2003 en séptimo lugar, entre más de 600.000 resultados; y aún hay más textos míos entre los 30 primeros. Bien, pues mi frustración es cada día mayor en este terreno: Creo que en lugar de incorporar nosotros, los docentes, las TIC en beneficio del aprendizaje de los usuarios, han sido los tecnólogos los que han incorporado la formación, en beneficio del negocio (suyo). Dicho de otro modo, temo que docentes y discentes podamos darnos a menudo por eludidos: ¿Se me entiende bien?
Vivan las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación), pero yo creo que el conocimiento viene de la información (precisa, idónea, didáctica…) y no tanto de la tecnología que la soporta. Esto creemos unos cuantos, cada día más, y temo que, en general, las personas que observan con mirada evaluadora los cursos digitales, no se paran a ver si aprenden o no, sino, más probablemente, a dejarse maravillar por las posibilidades de la tecnología. Ojalá me repliquen airados miles de lectores…
Yo, en un curso para e-learning, deseo encontrar una enseñanza programada que me produzca un aprendizaje “más rápido”, “más efectivo” y “más grato” que lo experimentado hasta ahora. No busco alardes técnicos para mayor gloria de la tecnología, sino alardes didácticos para mayor efectividad del aprendizaje. Lo busco como aprendedor, y lo intento generar como docente.
Hace semanas estuve en una jornada en la Casa de América (Madrid), donde Francesc Trías (D´Aleph) desplegó muy oportuna y rigurosamente nueve “claves de la eficacia del e-learning”, nueve “indicadores de calidad” de la teleformación con ayuda de las TIC: La comunicación-difusión del curso, la organización y control del proceso, el entorno catalizador, la implicación del mando, el seguimiento tutelar… El noveno era la “calidad de los recursos didácticos”, aunque convinimos, al levantarme a formular una pregunta, en que seguramente era el más importante.
En realidad, y como aprendedor -que por permanente aprendedor, lifelong e-learner, me tengo, aunque también diseñe cursos-, sólo necesito buena información a la que tener acceso; no necesito gran cosa de lo demás, porque nada de eso sustituye ni mejora la información, si ésta es suficientemente buena. Si tengo una información idónea en fondo y forma, no necesito grandes contribuciones exógenas. Puede que yo no sea el aprendedor típico, pero es que a veces pienso que el primer paso sería convertir a quien no lo sea en aprendedor profesional, proactivo, autónomo, indagador… Creo que debemos aprender lo que ya saben otros, pero también lo que todavía no sabe nadie (explorar, innovar).
Recuerdo que, décadas atrás, yo -joven entonces- interpretaba los cursos como una necesidad de las áreas de formación -no mía-, para reportar luego muchas horas de formación orquestadas; pero ahora ya no mido la formación por horas ni euros, sino por capital humano incorporado, y con este modelo mental protagonizo mi actuación al respecto.
Al hilo de lo anterior, yo tengo a veces dudas de si las plataformas del e-learning están al servicio del usuario, o al de los departamentos de formación; personalmente, si no dispongo de un buen curso, prefiero salir a pasear por Internet, con la ayuda del buscador, y desde luego me molesta que (en la plataforma) me vigilen mientras aprendo, y midan mi tiempo dedicado. Recuerdo haber hecho ‘serendipitosos’ descubrimientos al navegar por la Red, lo que, sin embargo, rara vez me ocurre al asistir a una conferencia o acceder a un curso empaquetado. Bueno, no estoy siendo riguroso: Los conferenciantes sí me causan a veces algún impacto, incluso favorable.
Decía lo de navegar porque, en unas jornadas en IIR en que fui ponente, oí decir a otro ponente que, quizá, la mejor herramienta para el aprendizaje online era… ¡Google! Temo que sea verdad. Pero no descarto la existencia de contenidos digitales que faciliten un aprendizaje “más rápido”, “más efectivo” y aun “más grato”, contando con que un buen docente haya sabido y conseguido utilizar el medio para este fin. Mis improvisadas palabras se dirigen a docentes y discentes, para que dejemos de darnos por eludidos.
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