Sin duda, en esta economía del conocimiento y la innovación, hemos de estar continuamente aprendiendo, tras el mejor rendimiento en nuestro desempeño profesional. Somos aprendedores permanentes, porque de otro modo, pondríamos en riesgo nuestra profesionalidad. Pero, formando ya parte de nuestra actividad el propio aprendizaje, también hemos de aprender a aprender, e incorporar así nuevas competencias necesarias con el mínimo esfuerzo. Hay, empero, otra necesidad fundamental al respecto, en la que desearía insistir: aprender a vivir, en el agitado mundo profesional y social de nuestros días; aprender a vivir con suficiente dosis de paz dentro de la vorágine cotidiana, evitando desórdenes conductuales.
En verdad, para eludir enfermedades y trastornos de personalidad, para percibir las cosas más próximas a como son, para mostrarnos con naturalidad, para saber disfrutar de los logros y digerir los fracasos, para escuchar a los demás y pensar en ellos, para contribuir a la sinergia y satisfacción colectivas, para ser en el trabajo más felices sin dejar de ser efectivos, para administrar bien nuestros recursos de tiempo y atención, para dejar espacio a la intuición genuina, para hacer felices a nuestra familia y amigos…, para todo ello hemos de aprender a vivir. Recordemos entonces que, en lo referido al trabajo y a su reflejo en la vida familiar, hemos de:
- Aprender, para incorporar conocimientos y competencias necesarias.
- Aprender a pensar, para aplicar lo aprendido y además innovar.
- Aprender a aprender y desaprender, con el mínimo esfuerzo.
- Aprender a vivir y convivir, para ser más efectivos y felices.
He seguido en esta pequeña lista el orden en que estos objetivos de aprendizaje llegaron a mi mente, pero quizá la importancia nos llevaría hoy a seguir el orden inverso. Efectivamente y a menudo, en nuestra actuación nos dejamos llevar por las corrientes circundantes, sin asumir el necesario protagonismo; o asumimos éste sin acertar en su ejercicio. Casi cuando no tiene remedio, nos damos cuenta de lo mal que lo hemos hecho. Una gran parte de nosotros vive ansiosa tras logros que no llegan, otra parte vive lamentando desaciertos pasados, otra parte se siente afectada por ofensas que realmente no se les dirigían a ellos, otra se encuentra atrapada en dilemas, el politiqueo consume muchos esfuerzos en las organizaciones, los poderosos abusan del poder en perjuicio de su entorno, hay también quienes parecen sucumbir a la adversidad sin buscar en ella nuevas oportunidades, nos aferramos a errores y prejuicios, llevamos casi siempre temas pendientes en la cabeza…
Hemos de acertar con lo que debemos aprender y esto nos demanda autoconocimiento en suficiente dosis; pero también hemos de saber identificar aquello que, dentro de nosotros, ha de eliminarse o renovarse. Importante el qué nos falta, y también el qué nos sobra. Quizá algunas de nuestras creencias están equivocadas. Quizá algunas de nuestras formas de hacer ya no resultan efectivas. Hemos de ser más flexibles, humildes y autocríticos.
Y hemos de pensar más y mejor. Si no lo hiciéramos, pondríamos en riesgo la debida aplicación de nuestros conocimientos y habilidades. Observemos el despliegue del pensamiento: conceptual, sistémico, analítico, sintético, crítico, analógico, reflexivo, exploratorio, conectivo, abstractivo, inferencial… Desde luego, todo empezaría por percibir mejor las realidades, sin contaminarlas con creencias obsoletas, valores superados, intereses particulares, anhelos especiales…
Pero sí, en modo alguno hemos de dejar de incorporar las habilidades y conocimientos técnicos que demanda nuestro desempeño. En realidad, en los tiempos que corren, en que tan decisiva resulta la innovación, deberíamos aprender tanto lo que ya saben otros, como lo que todavía no sabe nadie: es una forma de referirme a los descubrimientos valiosos, al ejercicio de la creatividad. Si sabemos pensar debidamente, y tenemos ya suficiente conocimiento de nuestro campo (para no reinventar la rueda), la innovación está a nuestro alcance.
Para terminar, recuerden: Hemos de aprender a vivir de modo que, sin perjuicio del alto rendimiento, seamos más felices y contribuyamos a la felicidad del entorno; una obligación moral. Cuando uno pierde la paz, se vuelve en buena medida incapaz; pero lo peor es que también es incapaz de darse cuenta. Abordemos los problemas, pero la solución de muchos de ellos precisará de todas nuestras facultades y fortalezas, justo las que podemos perder por causa del caos vital.
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