La prosperidad de las empresas es objetivo cardinal de todos, y al respecto encontramos frecuentes fórmulas de éxito en la literatura del management. Sin duda, hay modos de hacer mejor las cosas, best practices, recetas que contribuyen a la consecución de resultados, al aseguramiento del futuro…; aunque quizá, en caso de dificultades, cada organización, siendo única, precise de soluciones muy particulares. Por otra parte, la prevención de problemas debería practicarse más, tanto a nivel individual como organizacional.
Temo que siga habiendo alguna organización que haga recordar la torpeza de que nos hablaba Scott Adams, como también otras muchas con patologías relativamente bien identificadas a nivel metafórico; pero no me parece —o parecía— que quepan soluciones universales, salvo las que reclamen mayor dosis de sentido común en las personas. Por cierto, ¿de verdad falla tanto el sentido común?
Diez años atrás, supe de una empresa de servicios en que, para incrementar las ventas, se premiaba a los comerciales por la cantidad de ofertas presentadas; efectivamente, eso originó una sensible carga adicional de trabajo para los técnicos, que eran los encargados de formular las soluciones y estimar los recursos necesarios en cada caso. Las ventas no crecieron, pero las ofertas, a mi modo de ver, iban saliendo menos atractivas porque se preparaban con poca confianza. Creo que podría haberse generado un bajón de las ventas por falta, tanto de pensamiento sistémico, como de sentido común.
Temo, por cierto, que el pensamiento sistémico siga siendo una asignatura pendiente y que a menudo se incentiven determinadas tareas o funciones, en perjuicio de otras que también resultan necesarias en las empresas; si no necesarias para el corto plazo, sí para el medio o largo. Por ejemplo, tal vez los trabajadores tienden a volcarse con las tareas facturables cuando ello les procura sobresueldo, y preterir o procrastinar otras que resultan igualmente necesarias para la prosperidad de la empresa.
Por aquellos finales años 90 en que leí “El principio de Dilbert”, empecé a interesarme por la salud e inteligencia de las organizaciones, y todavía recientemente me publicaron un modesto y breve texto al respecto. Fruto de este interés de viejo consultor, estuve buscando semanas atrás información en Internet sobre “patologías organizativas”. En esta búsqueda, como en otras que hago, di con lo que denomino “descubrimientos serendipitosos”, y creo oportuno traerles lo que sigue.
“¿Qué modelo de gestión empresarial propone en la actualidad como el más adecuado para alcanzar el éxito?”, preguntaba Tribuna de Salamanca (abril, 2008) al “catedrático y empresario” Javier Fernández Aguado, a quien acabo llegando a menudo cuando despliego búsquedas en Internet, y cuya oratoria es realmente espectacular. Éste respondía: “…hoy en día muchos están reconociendo la validez del modelo de dirección por hábitos (DpH), que vengo implantando en organizaciones de todo el mundo desde hace una década”.
Llamó mi atención porque, en un libro de la consultora Élogos, yo había leído tiempo atrás: “Los retos de la DpH son dos: definir cuáles son los hábitos que convienen a las personas, y mostrar los senderos para lograrlos. En este sentido estricto, el trabajo consiste en que la persona conquiste la verdad de sí misma en sus acciones, y, paralelamente, el bien pleno para sí misma, con su conducta: vivir la verdad sobre el bien realizado en cada acto, y la realización del bien subordinado a la verdad sobre su propio ser”. Cuando vi esto por primera vez, me pareció más un delirio que una abstracción, y así lo confieso abiertamente; pero si la DpH funciona en todo el mundo, habrá que estudiarla más a fondo.
Yo tengo que añadir que tiempo atrás desconfié de este modelo porque el libro de Élogos lo defendía tras rechazar la Dirección por Objetivos (DpO) con argumentos de terceros; argumentos que en realidad apuntaban al taylorismo y no a la muy posterior DpO, detalle que debió escapar a la autora. Pero… ¿qué tendrá la DpH, que triunfa en todo el mundo desde hace una década (aunque de ello sólo da noticia en Internet el propio creador)?
Mientras lo averiguamos, uno aportaría al debate de la prosperidad algunos ingredientes de la receta que hasta ahora venía dando por buena: pensamiento sistémico, adecuada gestión del conocimiento y de la innovación, aprendizaje y desarrollo permanente, percepción de las realidades propias y del entorno, persecución de idóneos objetivos, autoliderazgo de todos (directivos y trabajadores) en lo posible, énfasis en las competencias informacionales y conversacionales, calidad de vida (bien entendida) en la empresa, rechazo a la corrupción, la complacencia y la inercia, identificación de la calidad más con la satisfacción del cliente y menos con la burocracia…
Yo, con o sin “descubrimientos serendipitosos”, les invito a practicar aún más el lifelong learning, o lifelong e-learning, buscando información -o siguiendo cursos on line programados-, porque este aparatito con pantalla, que tenemos delante y tantos sustos nos da, también tiene mucho que mostrarnos en beneficio del aprendizaje y desarrollo permanente. Gracias por su atención.
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