25 de noviembre de 2024
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El ojo que distorsiona: La ilusión de poder

El ojo que distorsiona: La ilusión de poder

Las preposiciones son quizás los elementos lingüísticos que más poder tienen. Fíjese como cambia el sentido de una frase al modificar éstas:

“Vivir con ilusión”, directo a ser feliz.
“Vivir bajo una ilusión” directo a darse un trompazo.

Tener ilusión por algo, y tener una ilusión son conceptos semánticamente diferentes pero sobre todo funcionalmente enfrentados.

A nadie se le escapa que tener ilusión actúa de estímulo para alcanzar un objetivo, para hacer realidad un sueño. Cuando no hay ilusión por hacer algo debe haber otra razón menos atractiva que motive su consecución, como puede ser la obligación o la imposición (sea esta última propia o ajena).

Como apuntábamos antes, frente a la ilusión, base de un objetivo, se encuentra otra ilusión que es base de una distorsión de la realidad. Hablemos de la segunda.

Se dice de alguien que no parece muy sensato que es un “iluso”. Incluso en clínica psiquiátrica, la ilusión es considerada un grado inferior de la alucinación (tan patológica ésta) cuyo principal aspecto diferencial es la presencia o no del objeto producto de la distorsión.

Tener la ilusión de algo (de nuevo el matiz preposicional) no incapacita a su protagonista para llevar una vida bien adaptada, sin embargo, en algunas ocasiones le puede provocar malas pasadas.

La ilusión de poder, sin ser la única que campa a sus anchas por los entornos laborales, sí es la más extendida.

Esta distorsión conceptual, todos la conocemos y la hemos soportado. En algunos casos desde el sujeto agente y en otras desde el sujeto paciente. El estatus (véase y léase a Maslow) es una aspiración inherente a cualquier ser vivo animal, donde le incluyo a usted y a mí. Si bien está más presente en el macho esto no es exclusivo.

La ilusión de poder no se disfruta, se padece. Tener una posición real, admitida y consensuada de dominancia frente al resto de la manada (y aquí le incluyo a usted y a todos sus compañeros de trabajo) ubica al individuo en el lugar adecuado para crear normas y hacerlas cumplir. Él, que ha sido designado para ejercer poder, no necesita hacer demostraciones de estatus. Ni siquiera hacer cumplir esa máxima del directivo mediocre que dice “tu primer día como directivo corta una cabeza”.

Sin embargo, frente al poder admitido y reconocido, está el que surge sobrevenido. La historia está llena de ejemplos: Dictadores, reyezuelos, generalísimos de medio pelo y otros sátrapas buscan y han buscado ser reconocidos por el pueblo por medio de dos iniciativas: En primer lugar mediante la presencia persistente del personaje, bien en modo simbólico a través de monumentos y estatuas levantados a mayor honra de  su existencia, bien por zangolotear por sus dominios acompañado de cortesanos y otros patricios fieles y, en segundo lugar, como no, por la instrumentalización del miedo (léase aquí a Pilar Jericó).

Compartimos con los animales la búsqueda de poder a cualquier precio. A medida que se asciende en la escala evolutiva está más presente. Mientras que a una abeja reina ningún zángano le discute su estatus, un gorila líder y entrado en años vive con la inquietud de ser destronado en cualquier momento.

No es extraño que el denominado “Macho Alfa”, figura dominante en las poblaciones de primates (donde vuelvo a incluirle a usted y a mí), ejecute su poder en la función legislativa, estableciendo reglas que hace cumplir desde el sometimiento, por medio de la amenaza, el castigo directo y el abuso (incluidas las relaciones sexuales no consentidas).

La búsqueda de poder es explícita en los entornos más animales y bárbaros pero en la vida civilizada (la suya y la mía), en la que existen unas normas de convivencia implícitas que se cumplen sin ser cuestionadas (respeto, honradez, tolerancia, cortesía, etc.) tales demostraciones tan atávicas se vuelven más sutiles.

El individuo torpe que busca poder de manera desaforada o que lo demuestra sin estar facultado para ello genera rechazo que junto al desprecio son las respuestas más repudiables que se pueden provocar en nuestro grupo social, por encima del odio (léase a Eduardo Punset). Se le estigmatiza con el apelativo de “trepa” y queda todo dicho.

La ilusión de poder, siempre desatinada, no tiene por qué ser consciente, ni en su origen haber una intención de captar poder como tal sino, por el contrario, puede ser causado por una percepción errónea de los objetivos personales, un vacío temporal de poder que requiere de alguien que tome las riendas o una personalidad inestable, entre otras.

En otras circunstancias, la ilusión de poder aparece al albur de príncipes destronados que en poco tiempo pasan de saborear las mieles de la autoridad a ser deglutidos por los crueles mecanismos de la selección natural. Entonces, como en el cuento del traje nuevo del emperador, el que en otro tiempo fue, hoy pasea inefable sus vergüenzas ante la mofa contenida del resto de compañeros. Triste estampa tantas veces replicada.

Resulta, por tanto, infinitamente más difícil renunciar de manera natural a un pasado de poder que acceder a ejercerlo. En nuestro mundo “civilizado” el ejemplo más claro es el de los políticos que lejos ya de su etapa de representación pública siguen haciéndose un hueco en los titulares de los medios de comunicación, aunque sea a base de exabruptos que a la postre no son más que el referente simbólico del manotazo aquel que daba el excelso Macho Alfa para recordar al pueblo que seguía allí.

Quizás, las autoridades sanitarias deberían incluir en su particular lista de sustancias adictivas, a la par que nocivas, a la ilusión poder, entendida ésta como la facultad de creerse situado unos centímetros por encima del resto aunque sea con los ojos cerrados para ignorar todas las coronillas que con los ojos abiertos impedirían ver qué está ocurriendo más allá.

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