29 de diciembre de 2024

Confieso que he intuido

Confieso que he intuido

“La mente intuitiva le dirá a la mente pensante dónde seguir buscando". Dr. Jonas Salk  

En los casos más destacados -como los que acaban saliendo en televisión- no existe un origen palmario de esa capacidad, sea éste congénito o adquirido. Pero lo que sí está claro es que se desarrolla con la experiencia y con una disposición especial por observar e interiorizar lo observado.

Detrás de la intuición hay todo un tratado de leyes y reglas de funcionamiento (como las de Newton) que construimos inconscientemente a base de relacionar conceptos y experiencias. Es nuestra propia ciencia.

El sujeto intuitivo es una persona que ha sabido abstraer de su entorno evidencias que reunidas y vistas bajo un prisma introspectivo le ha permitido enunciar hipótesis que con el tiempo se ha convertido en tesis.

Gladwell en su libro Inteligencias Intuitiva (muy recomendable) nos habla de un entrenador de tenis que sabe unas décimas antes de sacar el jugador si va a acertar o errar el saque. ¿Cómo lo sabe? Ni él mismo lo puede explicar. Pero lo cierto es que observa la situación y “siente” que fallará o acertará.

Este ejemplo de conocimiento intuitivo surge por la experiencia de años y años viendo saques en tenis. Tras esas miles de evidencias, su protagonista ha dado inconscientemente con algún elemento, o cadena de ellos, que permiten predecir con un alto grado de fiabilidad el acierto o fallo en el saque. La posición de los pies (milímetro arriba o abajo), el ángulo de inclinación del cuerpo, la altura del tenista con respecto a la sombra que proyecta. Cualquier cosa científicamente inexplicable, pero intuitivamente comprensible.

Conocí una vez un inspector de policía bien curtido por los años y nada estrafalario en su forma de ser que me aseguraba de sus detenidos: “cuando los veo aparecer por la puerta ya sé si son culpables o inocentes”.

Lo que aparentemente debería ser un acto de soberbia y orgullo desbordado, con dosis de narcisismo, se veía respaldado a tenor de su eficacia profesional y reconocido prestigio en el Cuerpo.

Hablando con él e intentando encontrar una explicación a este hecho, me llamó la atención que él mismo reconocía que no había sido siempre así, que su agudeza había ido mejorando con los años. Se definía a sí mismo como muy observador y detallista, y en la relación personal, por una razón de confianza que le había dado su éxito profesional, había aprendido a mirar a los ojos de su interlocutor de manera inquisitiva. Llegaba incluso a incomodar esa forma de mirar tan profunda, como queriendo ver qué se escondía detrás del globo ocular.

Él mismo no sabía explicar en qué se fijaba. Hablaba de la forma de andar, el tono de voz, la combinación de la ropa, pero sobre todo del brillo de los ojos. Ése era su test de honestidad, el brillo de los ojos.

Nadie medianamente cuerdo se atrevería a buscar la relación estadística entre el brillo de los ojos y la comisión de un delito. Él había aprendido a hacerlo.

La intuición como medio de conocimiento y explicación del mundo es válida siempre y cuando sus conclusiones no estén forzadas. Es decir, que sea totalmente natural, aséptica, sin interferencias conscientes. Debe surgir por sí misma y ser confirmada una y otra vez para poder asimilarla.

A diferencia de otros conocimientos no se puede compartir, básicamente porque no se puede explicar. Si fuera explicable ya no sería intuición.

De primeras todos somos aptos para desarrollar nuestra intuición. No hay ningún trasfondo cultural, de género, educativo o social que la predisponga. Pero sí es cierto que algunos rasgos de personalidad como la inquietud por saber, la capacidad de observación, una constante y rica estimulación sensorial y, sobre todo, la confianza en uno mismo son premisas fundamentales para su desarrollo.

Haga más caso a sus corazonadas. Y si falla, sitúese en un paso anterior. Observe, observe, observe. Con confianza.

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