Los tiempos están cambiando
Resulta curioso que término lento, en castellano, el tenga unas connotaciones peyorativas. Decimos de un chico que le cuesta hacer cuentas que es “un poco lento”. Y frente a esto, los departamentos de selección establecen como criterio sine qua non para ser contratado el “dinamismo”.
Sin embargo, podemos decir que las cosas están cambiando. Cada vez valoramos más nuestro tiempo libre y buscamos conciliar de manera eficaz nuestra vida privada con la profesional.
¿Quién no ha fabulado alguna vez con la idea de dejarlo todo e irse a las montañas a montar un hotel rural? Pues esto está ocurriendo. Por supuesto sigue siendo algo excepcional, pero hoy ya no es la ilusión de un loco.
Europa se constituye como referente mundial en la gestión del tiempo de trabajo (al menos el oficial). Según una normativa europea, nadie debe trabajar más de 48 horas a la semana. Trabajamos menos horas al año que los americanos, y no digamos ya en comparación con los japoneses. Hay un dato muy elocuente en este sentido: el 23 de octubre, un americano ha trabajado tantas horas ese año como las que hará un europeo a 31 de diciembre.
Según la OIT (Organización Internacional del Trabajo) los franceses, belgas y noruegos son más productivos con menos horas de trabajo que los americanos. Este mismo organismo habla de Inglaterra como un país donde se trabajan muchas horas y sin embargo, produce menos que sus homólogos comunitarios.
Cada vez más, somos conscientes de que más horas de trabajo no implican más productividad. Quedarse en la oficina hasta altas horas o llegar a trabajar sin tener hora de salida deja de ser valorado, como ocurría antaño.
Hay empresas que tienen una hora a la que apagan las luces y obligan a todo el mundo a irse a casa. En algún caso se llega incluso a penalizar al que trabaja más horas de las necesarias pues se entiende que detrás de ese exceso no hay más que una mala organización.
Francia, por ejemplo, introdujo la jornada semanal de 35 horas hace unos años con bastante éxito. Un trabajador francés puede llegar a tener 9 semanas de vacaciones al año. Y al final, en una sociedad como la nuestra, el tiempo libre significa consumo, que es la base de la economía capitalista. Por lo que el beneficio es doble, el trabajador encuentra mayor satisfacción en su vida y la economía se activa.
De forma paulatina, los jóvenes que se incorporan al mercado laboral sitúan como una de sus principales exigencias, contar con un horario que les permita disfrutar de una vida privada plena. El principio del triple 8: ocho horas para trabajar, ocho para disfrutar y ocho para dormir.
Según un reciente estudio de la consultora española Catenon, tres de cada cuatro trabajadores estaría dispuesto a ganar menos salario a cambio de trabajar también menos.
Este concepto, conocido como Downshifting lo popularizó hace unos años el periodista Iñaki Gabilondo. Un hombre que durante varios lustros se levantaba a las 4 de la mañana acordó con su empresa menor salario a cambio de menor dedicación.
En los años 90, Holanda, considerado el país de Europa donde se trabajan menos horas al año, aprobó por decreto que cualquier trabajador podía negociar con su empresa las horas de dedicación y el salario, reduciéndolo o ampliándolo a su antojo. Así, no es de extrañar que una encuesta llevada a cabo en 2006 nombrara a Holanda como el mejor país de Europa para ser niño.
Aunque también hay que destacar que ese mismo estudio se hizo lo propio con España como el mejor país de Europa para trabajar. ¿Las razones? Principalmente nuestra capacidad para conciliar vida privada y familiar. Nuestra facultad de disfrutar del tiempo libre en mayor medida que lo hace un nórdico, por ejemplo. Naturalmente, acompañado por un clima que invita a ello.
Realmente, detrás de la percepción del tiempo hay un componente cultural muy importante. No debe ser casualidad que los ingleses tengan fama de puntuales y que los mejores relojes sean suizos.
Los que hemos viajado por Latinoamérica hemos podido comprobar que el tiempo se relativiza y se hace maleable como si de una recreación de Dalí se tratara. Y esto ocurre en todos sus ámbitos, desde la salida de un autobús hasta el servicio de comidas. Parece como si las horas o los minutos fueran meramente orientativos.
Cabe destacar una anécdota ocurrida hace pocos años en un país caribeño. Por primera vez se propuso atrasar la hora con la llegada del invierno. Tras comunicarlo a toda la población se llevó a cabo ese cambio. Sin embargo, las autoridades pronto se dieron cuenta de la caótica situación que se vivía. Había zonas que habían atrasado la hora, otras la habían adelantado y alguna se mantenía en los cánones anteriores. A los tres meses y ante la incapacidad de lograr su objetivo, se decretó volver al planteamiento anterior.
El tiempo, las prisas, la incapacidad de hacer todo lo que quisiéramos en las insuficientes 24 horas que nos concede un día. Tempos fugit, Carpe diem. Desde estas locuciones varios siglos nos contemplan y las cosas parecen no haber cambiado. Seguimos rigiéndonos por el implacable ritmo del reloj.
Sí, se han conseguido avances y hoy en día, algunos, empezamos a organizarnos el tiempo de diferente manera. Logramos encontrar más a menudo momentos de satisfacción y deleite a costa de renunciar a otras dedicaciones. Y progresivamente reconocemos que es mejor estar con nuestros hijos que ver la televisión, tomar una cerveza con unos amigos que intentar terminar esta misma tarde ese maldito informe o ser feliz con limitaciones económicas que aspirar a ser el directivo más joven de nuestra compañía a costa de renunciar a una vida plena fuera de sus puertas.
Vivir es decidir, crecer es renunciar. Y así es como debemos mostrarnos ante la dictadura del tiempo, con capacidad de decidir y con la humildad del que sabe renunciar.
Yo mismo, en este momento, doy por terminada esta disertación y me dispongo a sentarme a leer y saborear un magnífico libro que ha caído en mis manos: “Elogio de la lentitud” de Carl Honoré, editado por RBA. No se lo pierdan… o sí, piérdanselo si creen tener algo mejor que hacer. Buenas tardes.
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