Como aficionados que somos, unos más que otros, a poner nombre a todo lo que nos rodea, ya sea tangible o intangible, lo laboral no podía quedar al margen de este afán “bautizador”.
Ahora que empieza el mes de septiembre, coincidente con la finalización de las vacaciones de gran número de personas, se pone de moda hablar del síndrome posvacacional. Y yo me pregunto, ¿quién habrá sido el bautizador de este mal que aqueja a un determinado porcentaje de trabajadores que cambia el chiringuito por la oficina en tiempo record, sin periodo de adaptación previo, después de sufrir la operación retorno desde las 15 hasta las 23 horas de ayer domingo –porque parece que sólo retornan los que regresan en ese lapso de tiempo-?
En los mundos laboral, estadístico y psicológico, basta con que a uno no le apetezca que acaben las vacaciones, que se ponga de mal café por tener que anudarse la corbata o vestirse el uniforme al día siguiente, para tener un germen de enfermedad psicolaboral o psicosocial. Luego se pregunta a otros 99, o a los necesarios para que la muestra sea correcta y la encuesta “científica”, y ya tenemos nuestro síndrome. Ya podemos hacer correr ríos de tinta y posibilidades de negocio alrededor del mismo.
Y vuelvo a preguntarme – o a afirmar- retóricamente: si existe el síndrome posvacacional, ¿existirá también el prevacacional y el vacacional? Porque los síntomas son también muy claros, y si no hubiera síntomas los inventamos; luego preguntamos a otros 99 y, voilà, ya tenemos dos síndromes más.
Pero hay muchos, cientos, miles, millones de síndromes en el mundo laboral, tantos como trabajadores o profesionales lo integran, y muchos de ellos son realmente perjudiciales y dañinos para la carrera profesional de los que los sufren, y casi no les hacemos caso. Y no les hacemos caso porque hablar de ellos no reporta los mismos beneficios de síndromes míticos como el posvacacional. Y porque esos síndromes reales no afectan a muchos trabajadores al mismo tiempo ni con la misma intensidad ni con los mismos efectos.
Por ejemplo, “el síndrome del trabajador cobarde”, aquel que se esconde tras una esquina para no encontrarse cara a cara, a solas, con ese otro compañero al que está perjudicando en la oficina. El “síndrome del pelota”, aquel que sufren ciertos trabajadores que nunca serán capaces de discrepar de sus “jefes” por simple miedo a perder su trabajo y, posiblemente, su hipoteca. El “síndrome del purgatorio”, aquel que sufren determinados profesionales que reciben órdenes de hacer la vida imposible a un subordinado o compañero y lo cumplen a rajatabla, a sabiendas de lo inmoral de su actuación. El “síndrome de la carga de trabajo”, aquel que sufre, a veces sin darse cuenta de que resulta muy cansino escucharle, alguien que va todo el día por ahí diciendo a los demás todo el trabajo que tiene y el estrés que sufre por ello, y luego es todo fachada –aunque sus más de 3.000 netos al mes son de verdad-.
El “síndrome del trepa”, aquel que sólo habla con determinadas personas de la empresa cuando comprueba que no le están viendo sus superiores, no sea que le vaya a afectar a su desarrollo profesional. El “síndrome del negativo”, que provoca a quien lo padece ver todo muy muy negro y contagiar a los demás de sus pesimistas visiones.
Y muchos otros síndromes, tantos como empleados, imposibles de reproducir en pocas líneas, pero igual de importantes o más que los descritos en el párrafo anterior, y totalmente reales, no como el posvacacional. Síndromes muy perjudiciales, sobre todo para los sujetos pasivos de los mismos, los que reciben el maltrato, los que los padecen indirectamente. Eso sí que crea un trastorno a la hora de volver al trabajo, o al no trabajo, y esos si que deberían ser objeto de estudio por parte de los psicólogos.
Feliz vuelta al tajo
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