Un ángel hace su aparición en una reunión del claustro de profesores de una Universidad, se dirige al Rector y le dice que, como recompensa por su comportamiento ejemplar y generoso, el Señor le recompensará con uno de estos tres premios: Riqueza, Sabiduría o Belleza.
Sin dudarlo un instante, el Rector escoge Sabiduría infinita. "Concedido" exclama el ángel y acto seguido desaparece dejando una nube de humo y un relámpago cegador. En ese momento, todas las cabezas se giran hacia el Rector quien se halla rodeado de un celestial halo de luz. Uno de los catedráticos le susurra "Di algo profundo". El Rector respira hondo, se rasca el mentón y dice "Debiese haber escogido el dinero".
Hablar hoy en día de educación o de sus derivados (formación, aprendizaje, etc.) implica terminar haciendo énfasis en los números: horas, alumnos, notas, presupuestos, costes, inversiones, ahorros, en definitiva, DINERO. La educación es un lucrativo mercado y la formación es un negocio que no dejará de crecer exponencialmente en una sociedad que venera el conocimiento como la gasolina que alimenta los motores de las personas. Sin embargo, todavía no entramos de lleno en la era digital. La materia prima fundamental sigue siendo el petróleo aunque pronto será remplazado por una nueva energía mental: la creatividad.
Recientemente, Michelle Bachelet, la Presidenta de Chile, anunció una importante inyección económica (números) para tratar de mejorar los resultados de la educación (números de nuevo). Me temo que el esfuerzo no va a dar frutos. Aprender no es una ciencia, el aprendizaje no se puede medir con cifras y aunque fuese posible, no merece la pena hacerlo. Lo que importa es medir el resultado de su aplicación; no cuánto sabe alguien sino qué hace con lo que sabe, qué resultados obtiene; no cuánto cuesta sino qué beneficios aporta.
Según mi currículum, soy licenciado en Derecho, tengo 2 Masters y soy profesor en varios más. Mi nota de acceso a la universidad pudo ser un 8.15 -o tal vez un 5.15, no lo recuerdo- y mi nota promedio en la carrera pudo ser un 8.56 (o tal vez un 5.56). ¿Qué dice todo esto de mí? Una nota dice tanto de una persona como su número de pasaporte. Es decir, nada. Cada vez que tengo que contratar un diseñador instruccional para integrarlo en nuestros equipos de trabajo me fijo básicamente en 2 competencias fundamentales: su capacidad para entrevistar expertos (para hacer buenas preguntas y no para organizar contenidos de manera lógica) y su facilidad para imaginar historias y escribir guiones. Apenas hago caso de su currículum, es más, trato de que no sean pedagogos porque el trabajo de descontaminación que debemos hacer es costosísimo.
Fijaos en estos ejemplos que me ha tocado experimentar durante la última semana:
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Recibo el siguiente mail "Necesito que por favor me cotices para el viernes el desarrollo de un curso e-learning sobre ….". El mail se acompaña de una lista de objetivos y un Word con el índice del curso.
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Un cliente me comenta "Nosotros, los cursos de 4 horas los pagamos a 4 millones (5.300 euros)".
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Otro cliente declara "Mis cursos de ofimática me salen más baratos, pongo un profesor delante de 30 alumnos y listo"
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Un posible cliente me escribe "Alberto me comentó que hace 2 años tuvieron un acercamiento con ustedes para ver unos temas de e- learning y Knowledge Management, y me ha pedido que me ponga en contacto contigo para que nos presenten una propuesta respecto a este último punto"
Estas situaciones protagonizadas por empresas que están entre las 25 más grandes de Latinoamérica, distan mucho de ser excepcionales y no hacen otra cosa que confirmar todas mis sospechas: Vivimos en la época del fast food – fast training. La educación se ha trivializado, se compra por peso, se mide por horas.
Más ejemplos de números:
Como ex jugador de basket, suelo seguir los resultados de la NBA. En EEUU, un equipo de cualquier liga profesional es una empresa liderada por reputados ejecutivos, dividida en distintas líneas de negocio donde los jugadores son los auténticos vendedores de cuyo desempeño, cada noche, depende el futuro de la organización. Evidentemente, para ser jugador profesional hay que desplegar una serie de competencias tanto físicas, técnicas como emocionales, muy sofisticadas y especializadas. Hace un par de años me llamó la atención un equipo que había perdido una enorme cantidad de millones de dólares al no clasificar para los playoffs como consecuencia de una pésima temporada.
Cuando fui a ver sus estadísticas, comprobé que habían ganado 36 partidos y habían perdido 46 pero para mi sorpresa observé que en cada partido anotaban un promedio de 94,92 puntos pero recibían 96, es decir "perdían todos sus partidos por 1 punto". Caray, es el colmo de la mala suerte, pensé. Cuando fui a ver las cifras individuales de cada jugador (vendedor) un dato resaltaba poderosamente: el segundo mejor anotador (vendedor) del equipo con 18,4 puntos por partido tenía un porcentaje de tiros libres de un 37%, algo vergonzoso e impropio de cualquier profesional (e incluso de un jugador aficionado). Hay algunos insignes jugadores tristemente famosos por esa incapacidad, Shaquille ONeal es posiblemente el caso más conocido.
Analizando este balance scorecard, parecía evidente que si se logra mejorar el rendimiento de ese jugador a un promedio normal (un 70% por ejemplo), dicho jugador pasaría fácilmente a anotar 22 ó 23 puntos por partido y, haciendo un ejercicio un poco artificial, su equipo pasaría a ganar todos los partidos por 3 puntos y por tanto a clasificar para los playoffs y a ganar un montón de millones de dólares.
Las preguntas que surgen automáticamente son muy elementales:
¿Tiene sentido invertir en mejorar el desempeño de ese jugador? ¿Cómo lo haríamos? ¿Qué resultados esperamos obtener? ¿Tiene sentido que haga un curso de e-learning aunque sea gratis? ¿Cuánto gastaríamos en el proceso? ¿Cómo lo evaluamos?
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