Hace ya casi 400 años, Galileo y Kepler contribuían a defender el copernicano modelo heliocéntrico del mundo, pero se diría que por entonces la ciencia debía someterse a la religión; aun hoy surgen enfrentamientos entre ambas. En nuestros días, lo espiritual —sin duda esencial en la concepción del ser humano— parece seguir siendo útil al poder, y surgen en la gestión empresarial doctrinas y liturgias que podrían acabar situando la profesionalidad en un segundo plano. Así como la Iglesia nos ve como “fieles”, algunas empresas, mediante la predicación de modelos particulares de liderazgo, parecen estar viendo a los trabajadores, a los más expertos y a los menos, como meros “seguidores”.
Asistimos, sí, a una sucesión continua de modelos de liderazgo en las empresas, algunos de los cuales parecen dejar a un lado la persecución de objetivos profesionales (se llega a rechazar textualmente la Dirección por Objetivos) para impulsar en los trabajadores el cultivo de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, conjunto cardinalmente virtuoso que luego puede completarse con la paciencia, la alegría, la laboriosidad, la generosidad, etc., como valores, hábitos o virtudes fundamentales de los trabajadores. Sí, se trata sin duda de virtudes cardinales para las personas; pero éstas ya nos las predican en nuestra parroquia los fines de semana.
Naturalmente, en esta economía del conocimiento y la innovación, son muchas las grandes y pequeñas organizaciones en que se cataliza la profesionalidad de todos, directivos y trabajadores, se cultiva el aprendizaje permanente y la creatividad, y se persiguen resultados profesionales; pero a la vez están surgiendo modelos de liderazgo que mejor se entenderían quizá como modelos de seguidismo. Sería una pena que en el rito sacramental de la evaluación periódica, algún líder intermedio valorara más, en los trabajadores de su área, la prudencia, la alegría, la paciencia y, en general, el seguidismo, que la consecución de resultados profesionales cuantitativos y cualitativos.
La nueva y recta economía del saber y el innovar contempla nuevos perfiles en directivos y trabajadores; pero se trata de perfiles alineados (no alienados) con el creciente peso específico del conocimiento y la innovación. Nuestro país no alcanzará las deseadas cotas de productividad y competitividad mediante la paciencia y la alegría de sus trabajadores y directivos, sino mediante el aprendizaje permanente y el desarrollo de facultades y fortalezas mejor sintonizadas con la profesionalidad. Este concepto —la profesionalidad— contempla el saber lo que hay que hacer y el cómo hacerlo, y el llevarlo a la práctica con esmero, disciplina y voluntad. Quizá resultara más práctico para nuestra economía reducir la predicación del liderazgo, e impulsar el perfil que para los nuevos trabajadores del conocimiento nos dibujara Peter Drucker.
El lector llegará a sus conclusiones, pero quizá convenga en que, allá donde se formulen, las doctrinas y liturgias organizacionales no deberían distraer ni condicionar, sino asegurar y alentar la profesionalidad de los profesionales, como tampoco debió la Iglesia bloquear el desarrollo de la astronomía, simplemente porque podía hacerlo. El trabajador que parece demandar la economía del saber es, como destacaba Peter Drucker, leal a su profesión; por eso le gusta hacer las cosas bien y mejor cada día, aprender continuamente e innovar, y por eso constituye, como se viene diciendo, un auténtico activo para las empresas. Quizá, si fuera sobre todo obediente o sumiso, fiel o seguidor, más que un activo parecería un pasivo, y además podría acabar inhibiendo sus facultades y fortalezas profesionales.
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