Hace pocos días, en una entrega de premios de una conocida revista, me encontré con un viejo amigo, alto directivo de una importante compañía, al que hacía mucho tiempo que no veía. Tras las alegrías de rigor y las explicaciones de cómo nos marchaban las cosas, se sinceró conmigo y me contó los problemas por los que estaba atravesando su empresa al haberse ido el que, hasta hacía bien poco, era el líder de la misma, su máximo responsable, y las luchas internas que se estaban produciendo ante el vacío de poder y la diáspora que se estaba promoviendo entre sus compañeros.
Al escucharle, me vinieron a la memoria otros muchos casos similares al de mi amigo. Empresas que cambian a sus máximos dirigentes y se sumergen en un proceso de cambio –mejor dicho, de cambios- sin tener claro los principios básicos que rigen en todo proceso estratégico de liderazgo.
Si hacemos caso a lo que los puristas y técnicos dicen, hay que conocer muy bien la influencia que el anterior líder tenía sobre la organización, ser conscientes de que toda estrategia está impulsada por el mayor soñador, con el consecuente compromiso hacia el proyecto y la flexibilidad necesaria para afrontar los cambios que se producen en el día a día, pero por muy atento que se esté a lo que y quienes nos rodean, y por muy dispuesto que se esté a escuchar lo que otros opinen, las decisiones finales, toda la información, suele estar sólo en la cabeza del directivo que lidera y capitanea que es, además, el que toma la decisión última y sobre el que recae toda la responsabilidad, para lo bueno y para lo malo.
Por ello, y ante la falta de liderazgo, de seguimiento por parte de la organización cuando existe un vacío de poder, para nada sirve pensar en la empatía como formula mágica que va a ayudarnos a solucionar los problemas con los que nos enfrentamos y que no son otros que el conseguir que nuestros colaboradores, los trabajadores que todos los días se enfrentan con la dura batalla laboral, crean en lo que hacen y donde lo hacen, a pesar de que no haya nadie a quien seguir, nadie que impulse las motivaciones individuales y nadie que sea capaz de influir en los demás, una vez que se es capaz de influir sobre uno mismo lo que, entre otras cosas, es lo habitual.
Además, suele ocurrir que con la marcha del líder, con la llegada del vacío de poder, los más oportunistas, aquellos a los que el árbol no deja ver más allá del bosque, los que siempre han estado agazapados esperando esa oportunidad para la que no están preparados, los que no han alcanzado aún su máximo nivel de ineptitud, los que jamás han tenido que tomar una decisión y los que saben mucho de la teoría, pero nada de la práctica, intenten encaramarse a lo más alto, intenten ser lo que nunca podrán ser, e intenten tener la categoría que nunca tendrán.
Y en el mientras tanto, la empresa desgajándose, sin rumbo, con el poder compartido entre torpes que luchan por demostrar que saben lo que no entienden y comprenden lo que desconocen, y la desbandada general de sus trabajadores consiguiendo que se pierdan todas las posiciones que, hasta entonces, se habían tomado y que, entre tumbo y tumbo, bandazo a bandazo, cada día que pasa se vaya a menos.
Todo por la vieja regla de que una cosa es la teoría, lo técnico, y otra lo práctico, lo que el mercado aplica, lo que el proceloso mundo de la empresa obliga y lo que, para desengaño de los teóricos que viven inmersos en su utopía competencial, la realidad impone.
Claro que, en muchas empresas es complejo entender que el Líder es encontrado, no buscado.
Tras despedirme de mi amigo, me vino a la cabeza un consejo extraído del famoso libro de Julio César “De Bello Gallico”, en referencia a su pensamiento 'Acta non verba':
Cuanto más lideras, cuanto más ordenas y cuanto más triunfos y victorias alcanzas, mucho más eres difamado, envidiado y tu puesto deseado por los que a tu alrededor babosean y de la obsecuencia hacen virtud.
Los comentarios están cerrados.