19 de septiembre de 2024
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4 años, 4 jefes

4 años, 4 jefes

Es curioso, pero algo sucede en aquellos ámbitos de trabajo de perfil más incorpóreo (quiero decir, de productos más intangibles, métodos más elásticos, medios más inciertos y resultados más interpretables: esto es, recursos humanos) que logran imponer prototipos directivos dignos de laboratorio. Y no es que sea un fenómeno exclusivo de nuestro ámbito profesional, pero es el que más conozco y el que más profunda huella me ha dejado (no como un jirón de niebla en la memoria, no: como un zapatazo en el esternón).

Esta huella se ha impreso sobre la experiencia de mis cuatro últimos años bajo la dirección de sendos jefes que, de un modo u otro, marcarán mi futuro profesional.  Mi primer jefe era de esos tipos que van de “sobraos” y que les gusta que se les note. Físicamente no descollaba por nada: mediana edad, mediana estatura,  ni guapo ni feo. Eso hacía que destacara aún más en él una media sonrisa permanente, un rictus más bien, que invitaba al bofetón.

No era difícil poner palabras a su permanente actitud de suficiencia: “Qué suerte disfrutar del privilegio de mi persona, empaparse en mi sabiduría, solazarse con mi reconocida, inestimable e invalorable presencia”. Se sentía cercano a ciertos personajes con los que compartía virtud, destino y cierto vínculo espiritual que reforzaban la certeza de cuál era su lugar en el mundo.

Así, participaba de la infalibilidad del Papa, del perfil épico de Napoleón y de la invulnerabilidad del Correcaminos… toda una ensalada de ingredientes selectos para despejar las dudas de los ignorantes. En definitiva, un cretino integral que no tardó en saltar a la política, ¿dónde si no? Allí se convirtió en uno más entre cientos de egregios personajes que, como él, dominaban el arte del suspiro petulante y gesto altivo, armas que a tantos incautos habían desarmado antes pero que en el partido sólo eran habilidades de principiante. Mi siguiente jefe, en cambio, rompió radicalmente con el estereotipo que el “rey saliente” había impuesto en mi limitado universo laboral.

Y es que, en este caso, me encontré con un tipo realmente simpático, campechano, directo… quizá demasiado.  El contacto físico tenía gran peso en la relación con los demás, y yo era, como colaborador directo, testigo y víctima de su repertorio: desde el apretón cruje-falanges al palmotazo en la cerviz, sin descuidar el pescozón en el cogote, la cachetada en los mofletes, el pellizco en el costillar o el meneo escrotal…, en fin, un peligro contra la salud pública que me producía terrores nocturnos.

Me consolaba saber que no era su único sparring, pues todo el departamento se apartaba de su paso como una colonia de anémonas ante un cortacesped. Por lo demás, resolvía los asuntos de trabajo con desparpajo (perdón por el pareado), basando sus decisiones en arrebatos emocionales (vulgarmente “subidones”) que respondían a… ¿la alineación planetaria, quizá?, y que alcanzaban su máxima expresión en la cogorza de los viernes, evidencia manifiesta de un estilo espontáneo de liderar.

Trece meses duró en su puesto. Actualmente ocupa la Jefatura de Animación y Ocio en un famoso parque temático.  Nunca se sabe lo que te encontrarás al doblar la esquina, pero en mi caso y a primera vista no parecía preocupante: nada podía empeorar mi experiencia pasada.  El tercero de mis jefes aterrizó desde una consultora de prestigio. Joven, guapetón y con empuje, en seguida demostró una inquietud compulsiva por la promoción de iniciativas innovadoras, de alto componente técnico.

Y no es que no estuviéramos preparados, pero aquello era como hacer pilotar un F-18 a una manada de babuinos.   No pasa nada. Para ayudarnos en nuestro trabajo se introdujo una aplicación informática de última generación sólo descifrable por ingenieros aeronáuticos de la NASA, de cuya carencia nuestro jefe quedó más que sorprendido. A las dos semanas el sistema se colapsó y nadie, ni siquiera el jefe, volvió a mencionarlo. 

Sin desanimarse, dedicó todo su tiempo y esfuerzo para formarnos en las técnicas y herramientas más sofisticadas de gestión de personas. Tanto empeño puso que quizá se descuidaran otras tareas clave como, por ejemplo, pagar las nóminas de los últimos tres meses a toda la plantilla. Ante el ligero descontento provocado, la Dirección decidió prescindir de nuestro jefe y reubicarle como Gerente de Recauchutados en una empresa de reciclaje.

 

Y llegamos por fin a mi cuarto y último jefe, al menos por ahora: yo mismo. Creo que he sabido discriminar lo bueno que mis predecesores me han aportado, además de que mis criterios como líder, el conocimiento de mi entorno profesional y la confianza que mi organización ha puesto en mí me consolidan en mi puesto como una apuesta segura. A pesar de la medicación aún tengo momentos de lucidez para ignorar las voces en mi cabeza que me ordenan hacer cosas feas, aunque también me ayudan a llevar este departamento.

 

*Texto extraído de la publicación Training & Development Digest

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