Creo que se empezó a hablar en España de “gestión el conocimiento” mediados los años 90, cuando todavía en las empresas no hacíamos un uso sistemático de Internet, ni utilizábamos términos como e-learning o knowledge worker, aunque ya empezaban a sonar buzzwords como la gestión por competencias, el empowerment, la reingeniería de procesos y, desde luego, el aprendizaje permanente o el trabajo en equipo. Podría hacerse algún balance del progreso en esta materia de la gestión del conocimiento, pero también podemos recordar algunas cosas que al respecto se decían y leían hace casi diez años.
Lenta todavía Internet, acababa yo, en 1996 ó 1997, de conectarme al Business Briefing Service de Reuters y, atento a novedades, aquello de “knowledge management” me pareció un asunto trascendente, aunque por entonces casi nadie a mi alrededor parecía compartir mi curiosidad sobre este nuevo mantra: los consultores de mi entorno estábamos en lo del trabajo en equipo, el benchmarking, los procesos, la orientación al cliente, el liderazgo… Debido a la gran cantidad de noticias y artículos (todo en inglés, al principio) que la gestión del conocimiento generaba, advertí la importancia de la misma antes de saber en qué consistía; luego, a medida que yo iba explorando el nuevo campo, me pareció que el concepto era desigualmente interpretado por distintas áreas de las empresas (formación, proceso de datos…); pero en todo esto los lectores pueden tener otras opiniones, experiencias y recuerdos. Yo he querido ofrecer en estos párrafos, al lector interesado, una breve retrospección que me parece de cierto interés.
Supe por entonces que Peter Drucker (recientemente fallecido al escribir estas líneas) había acuñado al final de los años 50 la expresión “knowledge worker”, y que economistas de la talla de Kenneth Arrow y Friedrich von Hayek habían insistido en la trascendencia de que la información se recogiera y fluyera convenientemente en las organizaciones. Efectivamente, con la revolución informática llegaron las bases de datos, y las empresas se apresuraron a “informatizarse”. Había en los primeros años 90 gran cantidad de datos recogidos en los ordenadores de la época y eso constituía ya un poderoso avance; pero no siempre se hacía el mejor uso de la información, ni se aprovechaban suficientemente las experiencias acumuladas. Aún hoy, algún lector dudará conmigo de si estamos en la Sociedad de la Información, o, quizá especialmente, en la Sociedad de la Informática.
Claro, en un mundo sometido a la evolución —revolución— tecnológica, parecía que el knowledge management no podía ser, o existir, sin nuevas herramientas informáticas. Atento a ese empuje de las TIC, Hardley Reynolds, directivo de Delphi Consulting Group en Boston, aclaraba en enero de 1998 que “Knowledge Management is a business practice more than a technology”, y también, por ejemplo, decía: “In our research, users clearly identify cultural issues as the largest obstacle to implementing knowledge management”. Reynolds decía éstas y otras cosas para Information Week, en un texto que conservo junto a algunos otros de la época.
Uno mismo —quien esto escribe—, tras documentarse un poco, decía, en un texto publicado en Madrid, en marzo de 1998: “En general, los actuales sistemas informáticos atienden más a lo cuantitativo que a lo cualitativo, y no proporcionan toda la ayuda que la competitividad demanda; las razones de esto pueden estar en su diseño o concepción, en los procedimientos de introducción de datos, o en la digestión de los mismos. Hay interesantes informaciones y experiencias que no son recogidas por la infraestructura informática, sino que están repartidas entre los cerebros y los archivos físicos de las personas: qué pasó con aquel producto o aquellos clientes, qué sencillos pasos previos ahorrarían muchos problemas, qué está haciendo nuestro principal competidor, quién es la persona o empresa idónea para tal o cual tarea, cómo argumentar la venta de tal o cual producto o servicio, cómo sortear los obstáculos procedimentales, cómo se deben presentar las ofertas a determinado cliente, cómo conviene negociar con determinado proveedor… Son conocimientos de los que adquirimos on the job”.
He traído este antiguo párrafo para recordar que, más allá del know how de la empresa, al hablar de gestión del conocimiento nos estábamos refiriendo —desde el principio— también al saber disperso y sumergido, al saber correspondiente a las relaciones de la empresa con el mundo exterior, e incluso a nuestro saber interiorizado, de cuya posesión no somos a veces muy conscientes. Pero ya lo apuntaba Reynolds: el hecho de que, por su naturaleza, el conocimiento, como la inteligencia, resida necesariamente en las personas es saludable pero supone también algún obstáculo para el deseado flujo del saber… Ya desde entonces se topó no sólo con la frecuente dificultad de explicar y explicitar lo que se sabe (para que pudiera ser conocido por los demás), también se topó con una pasiva o activa resistencia a hacerlo: como si nuestro valor se redujera al compartir el saber. Parece hacer falta una buena perspectiva sistémica para advertir las ventajas de compartir el conocimiento, y ya años atrás se utilizaban para ello algunas analogías…
Si uno tiene un teléfono —se venía a decir—, éste no sirve de gran cosa, no tiene gran valor, a menos que otras personas también posean estos aparatos… Si uno conoce un nuevo idioma, eso no tiene gran valor a menos que haya otras personas que lo hablen… Si un individuo sabe mucho de algo, obtendrá el mejor provecho profesional y personal compartiendo adecuadamente su saber, de modo que sus conocimientos se extiendan y el propio individuo constituya una referencia en la creación de conocimiento; difícilmente se puede superar a un experto que mantenga activo su aprendizaje, pero su valor es más sólido si hay más personas que se lo atribuyen. En fin, parece haber argumentos para defender el flujo del conocimiento, sin descartar que los haya para lo contrario.
Podemos igualmente recordar un interesante artículo del consultor australiano Howard Gwynne (julio del 98), en que se nos identificaban cinco pasos para construir una “knowledge organization”. Según este experto, había que: a) nombrar responsable máximo del conocimiento (Chief Knowledge Officer) a quien ya lo hubiera sido de la información (CIO), o quizá nombrar varios knowledge managers; b) reorganizar ad hoc la documentación de la empresa; c) asegurar el flujo deseado del conocimiento hacia quien lo necesite; d) crear una “cultura” del conocimiento; e) hablar claramente de “knowledge organization” y no tanto de “learning organization”. Todo esto nos puede parecer obvio hoy, y aun quizá saber a perogrullada, pero el hecho es que no deberíamos perderlo de vista… Eso me ha parecido a mí y por eso se lo he traído al lector.
Y, por otra parte, en un artículo de Management Today (febrero de 1997) que he recuperado recientemente, Rosabeth Moss Kanter, quizá la más importante entre las actuales mujeres gurús del management, se refería al valor intangible de las mejores empresas apuntando a tres elementos:
– Conocimientos e ideas de las personas.
– Eficacia y eficiencia en la actividad de la empresa.
– Relaciones con el mundo exterior.
El lector detectará el paralelismo de esta formulación con aquello del capital humano, estructural y relacional que, sumado, constituye el capital intelectual de las organizaciones, lo que (en buena medida) es decir “el saber” de las mismas, y que tan alto eleva el valor de las empresas. También se nos ocurre que estaríamos hablando, respectivamente y por decirlo así, del know what, del know how y del know who… sin olvidar la importancia del know why, el know when… En efecto, ya habíamos sugerido que hablamos de “saberes” o conocimientos muy distintos: algunos propios, o propiedad, de los individuos, pero otros propios, o propiedad, de la empresa, para uso del colectivo.
Los comentarios están cerrados.