He leído el estupendo artículo de José Manuel Chamorro analizando el último mundial de fútbol y comparándolo con las competencias que adornan el entorno empresarial en estos albores del siglo XXI. Hay, entre los aspectos mencionados, uno en el que me quisiera detener un momento para proponer al lector alguna que otra reflexión. Se trata de la llamada “experiencia”. O, como muy bien apunta J. M. Chamorro, del “oficio”. Es un tema que, ciertamente ya habíamos comentado entre mis colegas devotos seguidores del deporte rey. Y todos hemos coincidido. La selección española, probablemente fuera de las que mayor talento atesoraba desde hace décadas, pero le ha faltado “oficio”.
Choca, además, comprobar cómo determinados locutores han estado haciendo hincapié en las pocas posibilidades que tenía la selección francesa de hacer algo, dada la elevada media de edad de sus jugadores y la poca frescura física. Pero…
Efectivamente había un pero. Los jugadores franceses eran conscientes de sus carencias, el fondo físico, por lo que corrieron lo justo que había que correr, ni una zancada de más, ni una zancada de menos. Eso le hizo aplicarse en un correcto posicionamiento, en un acertado criterio a la hora de mover el balón; sabían dónde andaba el compañero. Supieron mirar a los ojos del contrario hasta descubrirle sus puntos débiles, y atacarles por allí. Sabían que los partidos duran noventa minutos y sabían que había que jugarlos “enteros”, de principio a fin. El resultado es que una selección que contaba poco se plantó en la final. Es decir, los jugadores franceses tenían experiencia, “oficio”.
Viene este comentario al hilo de una moda que últimamente nos vamos encontrando en las empresas y/o profesionales con los que tenemos la fortuna de trabajar. Cada vez es más común encontrarse personas que no han llegado a los treinta, con un bagaje profesional de cuatro o cinco años y con la vitola el la tarjeta de visita profesional de “expertos”: Fulanito de tal. “Licenciado en…” “Master en…” “Experto en…” Cuando la realidad es que es una personita que no tiene más que todas las ganas de comerse el mundo, dueño de todos los tópicos que circulan en los manuales de autoayuda, con una jerga propia de la escuela de negocio de turno y que apenas acaba de empezar a calentar la silla. Profesionales con cuatro o cinco años de profesión ya considerados por todos como “expertos”(?).
La cruda realidad es que las más de las veces, para disimular esa falta de experiencia, o les dedican al trabajo más horas que el tato, renunciando a familia, hijos, amigos, descanso…, o se revisten de una arrogancia insufrible convirtiendo la propia visión del trabajo como ley de inexorable cumplimiento; despreciando sistemáticamente, por un temor infantil a quedar en evidencia, el trabajo de los demás; disfrazando de “criterios innovadores” las constantes, continuas (y lógicas) meteduras de pata (consecuencia de la inexperiencia); construyendo su desarrollo profesional en una continua huida hacia delante (y, a ser posible, hacia arriba) sin fundamento y preocupándose únicamente por los resultados sin importales para nada el camino recorrido ni los métodos empleados.
De ahí, sólo hay un paso al maquiavelismo en el comportamiento (definido por la RAE como “modo de proceder con astucia, doblez y perfidia”) con el fin de imponer las propias tesis para demostrar su “poder”, su “sabiduría” y no quedar como un ignorante. (¡Ay! ¡Maldita cultura de los resultados! Ya hablaremos otro día de ella).
Termino proponiendo un criterio (no es el único, por supuesto) que puede ilustrar eso del “tener oficio”.
Una vez finalizada la formación académica de una persona (FP, universidad, cursos post-grado…) se incorpora al mundo profesional y tiene, entonces, que aprender a trabajar. Es lo que podríamos denominar un “junior” (el “aprendiz” de toda la vida). Llega un momento que esa persona, al cabo de unos años empieza a dominar su trabajo, a conocer sus entresijos; se encuentra entonces con capacidad suficiente para empezar a tomar decisiones… Es el “senior” (el “oficial”).
Y existe un tercer estadio aparentemente paradójico, pero cierto y real. Se da cuando nuestro profesional empieza a ser consciente de lo que no sabe, de sus carencias, cuando es capaz de contestar ante una pregunta “mira, mejor consúltalo con Fulano, porque de este tema sabe más que yo”. Entonces, sólo entonces, un profesional puede empezar a considerarse realmente como “experto”: cuando es consciente de lo que sabe y de lo que no sabe, porque entonces empieza a tener visión de conjunto del “todo” que resulta un trabajo, una empresa, un proyecto… Es el maestro… el Senado.
Una reflexión final. La experiencia, a veces, puede suplir al talento, pero el talento, por sí sólo, nunca podrá suplantar a la experiencia
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