Estoy asustado. No es para menos, y es que me acabo de enterar de la existencia de algo que se llama el Proyecto Gran Simio, una asociación que busca el reconocimiento de los derechos de los primates a la vida, a la libertad y a no ser torturados. El objetivo a largo plazo es formalizar, para que sea reconocida por los organismos oficiales pertinentes, una Declaración de Derechos de los Grandes Simios que, en consecuencia, regule su relación con instituciones científicas, educativas, de ocio… y se puedan establecer territorios protegidos para ellos.
Me pregunto si la similitud anatómica, de nuestro metabolismo e incluso de más del 98% de nuestros genes justifica que ciertos visionarios acometan el proyecto de incluir a nuestros parientes los antropoides en una comunidad de iguales, con la protección moral y legal que ello supone.
No, no soy un radical integrista de la raza humana, pero me estremezco al pensar en las implicaciones que este planteamiento supondrá en un microcosmos social como mi empresa. Y es que, después de años de necesaria evolución –elegida o impuesta, no nos engañemos-, después de alcanzar un frágil equilibrio que, al menos, nos mantiene en armonía con nuestro estatus en ella, parece inminente que alguien cuestione lo que para todos es una certeza: que mi jefe es uno de los orangutanes más genéticamente puros que conocemos por aquí, que su inferioridad moral e intelectual es incuestionable y que aceptamos su liderazgo por imperativo formal sabiendo que supone una aberración según la teoría de la evolución.
No dejo de reconocerle lo que han confirmado algunas investigaciones sobre su cerebro: que tiene recuerdos temporales, autoconciencia, curiosidad, sentido del tiempo… Pero poco más. Me fío más de lo que otras personas que, sin ser científicos de prestigio pero conviviendo con él día a día, opinan de su verdadera naturaleza (me remito al párrafo anterior). Y sobre esta certidumbre, todo su equipo aceptamos su jefatura como aceptamos a Hacienda, a los atascos matutinos o a los suegros en Navidad.
Si se asume nuestra paridad legal con los primates, ¿cómo vamos a disputar el mismo derecho a mi jefe, aunque esto acabe con el delicado equilibrio de nuestro equipo? Sólo se me ocurren tres salidas:
• Reforzar nuestro compromiso con la empresa, con sus objetivos y con los nuestros como equipo de trabajo, a pesar del jefe: El individuo es efímero, la organización permanece.
• Replantearnos el concepto de liderazgo para aceptar –no sólo aceptar, sino apoyar e impulsar- lo que antes pudiéramos calificar como despropósitos, desatinos, patinazos… del jefe (¡será por sinónimos!)
• Reciclar al jefe en una nueva forma de entender su rol de líder, su relación con su equipo y su responsabilidad con la empresa (un propósito harto complicado, quizá también ingenuo, pero muy necesario).
¿Cambiamos al jefe? ¿Cambiamos nosotros? ¿Esperamos a que todo esto se olvide? Nuestra relación pide cambio, nuestro equipo depende de ello… y es que no podemos seguir viéndole mojando plátanos en el café.
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