Hay un viejo refrán castellano que reza así: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Y la experiencia me lleva a pensar que es un adagio que se cumple en un número razonable de ocasiones. No en vano, de un tiempo a esta parte llevamos oyendo por activa y por pasiva, que tenemos que conciliar la vida laboral con la vida personal. Desde prestigiosas Escuelas de Negocio, hasta un egregio ministro (que puso como condición para aceptar el cargo, el poder estar en su casa a las siete de la tarde), pasando por un amplio catálogo de profesionales más o menos cualificados.
Y es que de resultas de la sociedad que estamos construyendo entre todos, y después de décadas luchando contra las múltiples tiranías totalitarias que han asolado al ser humano durante el s. XX, nos estamos fabricando otras de nuevo cuño, o de “nueva planta”, que ahora está de moda. Estamos viviendo en una cruel y brutal paradoja, en el mundo del trabajo, que nos lleva a pensar de una manera, hablar de otra, y actuar de una tercera… con el consiguiente deslizamiento de la razón desde posiciones sensatas hacia la ceguera más oscura producida por el inmanentismo de lo inmediato.
¿Cuántas veces no hemos oído al director de negocio de turno proclamar a los cuatro vientos que lo realmente importante para él no es el número de horas de permanencia en el trabajo, sino la calidad del mismo? Pues bien ese director es el que, “predicando con el ejemplo” permanece en su puesto “al pie del cañón” una media de doce o catorce horas diarias. A la vez, en el momento que un colaborador suyo se marcha del trabajo durante tres días seguidos a la hora oficial de salida, vierte comentarios del tipo: “Y este ¿no tiene nada que hacer, que se va tan pronto?”.
Luego, a final de año, cuando toca evaluar el rendimiento laboral de sus subordinados acaba fijando como uno de los criterios (no menor) a tener en cuenta el número de horas extraordinarias que ha hecho. Al final del proceso, estamos abandonando el “sabio” del “homo sapiens”, para asumir el “homo laboris”.
En este escenario, intentar conciliar vida laboral con vida profesional no deja de sonar a quimera, cuando no a chiste macabro de mal gusto. En el fondo, esta práctica laboral supone uno de los ataques contra la estabilidad familiar más feroces que se han inventado en la historia de la humanidad, no sólo por los horarios, sino porque cada hora trabajada de más, son dos horas descansadas de menos (la trabajada y la no descansada). Y en esas condiciones, llegar a casa e intentar “aguantar el tipo” las pelmadas del cónyuge o de los hijos resulta un acto de heroísmo al alcance de muy pocos.
Acabo con una petición. Señor director de turno: Dé ejemplo. Racionalice los horarios; Ud. el primero. “Eche” a sus subordinados del trabajo cuando llegue su hora. Y si le ponen la excusa de que no han terminado la tarea, contésteles: “Mañana, espabila”. Le puedo asegurar que se asombrará de los resultados.
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