Sé que hay al menos dos jóvenes que van a leer estas líneas. Una tiene dieciséis años. El otro está apunto de cumplir catorce; ambos tienen (todavía) la amabilidad de leer lo que escribe su padre. A ellos y sus amigos van dirigidas estas líneas.
Define el DRAE la “sopa boba” como la “comida que se da a los pobres en los conventos” o bien como “vida holgazana y a expensas de otro”.
Viene esto a colación por el revuelo (por llamarlo de una forma suave) que se está montando en el país vecino derivado del anuncio del gobierno de publicar una ley del despido libre para los jóvenes durante los dos primeros años.
Lo que últimamente vengo oyendo de los veinteañeros que se están incorporando al mundo del trabajo es la protesta: protestan por madrugar, por tener que dejarse la piel durante 8 ó 10 horas diarias en el trabajo, porque el jefe les regaña, porque no tienen sueldos de profesionales con veinticinco años de experiencia, porque a los treinta no han llegado a dirigir nada, porque tienen en mente que el hecho de tener unos estudios (licenciaturas, máster…) les convierte en una especie de profesionales semidioses acreedores de los más altos parabienes. Y no.
Primero, porque el hecho de formarse académicamente es una cuestión necesaria para trabajar, pero no suficiente. A trabajar se aprende a base de meses, años de esfuerzo continuado, de tenacidad, de estudio constante, de dolores de cabeza, de renuncias a placeres lícitos, de meter la pata y sacarla, y aprender de los errores. A trabajar se aprende a base de dedicar horas de sesenta minutos y minutos de sesenta segundos… En fin, a base de derrotas y de algún que otro triunfo: ¡cuesta trabajo aprender a trabajar!
Ahora, si lo que se pretende es que el “Sistema” me dé, antes de los treinta, un trabajo estable y cómodo, con un sueldo que me pague mis caprichos, me dé para comprarme una vivienda cerca de mi trabajo, me permita disfrutar de un viaje tártaro cada tres o cuatro meses, y salir de juerga con mis amigos los fines de semana, entonces estoy haciendo oposiciones a convertirme en un perfecto amargado.
Queridos jóvenes, os sugiero: mientras estéis en edad de formaros, tomaros el estudio como si de una profesión se tratara, es decir, no menos de ocho o diez horas diarias. Y cuando tengáis que trabajar, hacedlo sin miedo ni al esfuerzo, ni al sudor, ni al sacrificio, ni al agotamiento; hacedlo con la idea de que es una carrera que va a durar, más o menos, cuarenta años, y no se puede adelantar la meta ni dejar de correr ni un solo día. Hacedlo sin miedo a los fracasos… sin miedo al compromiso, ni a los compañeros, ni a la empresa, ni a la sociedad… sin miedo a fundar una familia… con hijos… ¡ay!, ¡qué gran fuente de motivación profesional son los hijos!…
Comenzad cada jornada con la urgencia de quien va a trabajar por última vez y tiene que terminar todo lo pendiente, y con la ilusión de quien estrena su primer empleo. Y entonces, ¿miedos? pocos… quizá alguno, sí. ¿Miedos? A la indolencia, a la comodidad, a la vagancia, a la desidia, a la ignorancia, a la abulia… ¿Miedos? A uno mismo, y a vivir de la sopa boba.
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