Si nos paramos a pensar un poco en este oficio nuestro de los “Recursos Humanos”, da la impresión de que cada vez estamos más preocupados por los “Recursos” y cada vez obviamos más los “Humanos”. Esta impresión viene de las afirmaciones que se oyen, sin ninguna convicción por parte de quien las realiza, de que “el capital más importante de una empresa es su capital humano” y cosas por el estilo.
No en vano, J. J. Almagro afirma en “El Reloj de Arena” (ed. Prentice Hall. 2003) que “muchos hablan, pocos creen y menos aún, practican.” Todas los discursos a este respecto (que suenan a arengas de supermercado), cargados de grandilocuencias y solemnidades, más se parecen a aquel propósito que hacía mi hijo recién regañado cuando tenía cuatro años: “Papá, voy a ser bueno”. Es decir, muchas buenas intenciones, pero a la hora de la verdad no servía absolutamente para nada.
Y es que, últimamente, lo único que parece ser que tiene predicamento en nuestro entorno es la gestión. No es que haya ahora que despreciarla ni abominar de ella. Ni mucho menos. Al contrario, si una organización quiere sobrevivir, necesita una “gestión correcta”; si quiere triunfar, necesita una “gestión excelente”.
Pero “la gestión”, al cabo, sólo es una herramienta para conseguir otros objetivos. Qué duda cabe que, cuando estamos inmersos en una empresa de tres o cuatrocientos empleados, es necesario disponer de las herramientas de gestión adecuadas. No digamos si el número de empleados se sitúa en tres o cuatro mil. Pero no podemos sustituir la “herramienta” por el “objetivo”.
Hay quienes piensan que el objetivo, en este oficio de RRHH, estaría en saber equilibrar los llamados intereses de la empresa y los de los de sus empleados. Y digo los “llamados”, porque en no pocas ocasiones hemos caído en la tentación de pensar que el profesional de Recursos Humanos tiene que manejar el fiel de la balanza para buscar el mejor equilibrio posible entre ambos intereses.
Pero, a mi juicio, plantearnos nuestro oficio de esta manera sería un grave error, porque, en el fondo, seguiríamos alimentando el viejo y manido tópico del “ellos” y “nosotros”, en un enfrentamiento entre jefes y subordinados, tan obsoleto como absurdo y estéril y, además, nos obligaría a tomar partido por uno de los dos bandos.
Lo quiero decir, y a esto obedece el título de esta carta, es que el planteamiento de nuestro objetivo profesional es el “superación por elevación”; es decir, deberíamos centrarnos más en los “humanos” que en los “recursos”. “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”, “soy hombre y nada de lo humano me es indiferente”. Este debería ser nuestra principal motivación profesional. Esta frase deberíamos tenerla obligatoriamente esculpida en el frontispicio de los departamentos de RRHH, y grabada a fuego en nuestras conciencias y en nuestras agendas, ya que trabajamos para personas que, a su vez, trabajan con y para personas.
Decía Rafael Termes que “la empresa es, ante todo, una comunidad de personas. Lo que quiere decir que los que aportan trabajo, capital y dirección son personas, y la sociedad en la que la empresa se ubica está formada por personas. Y todas las personas deben ser tratadas de acuerdo con su dignidad (…) La persona debe ser el centro de las decisiones empresariales” (R. Temes, en “La finalidad de la empresa”. Boletín Cultural Empresarial. Junio 2003).
Llegado este punto, quiero plantearte, querido lector, amigo mío, la siguiente reflexión: ¿No te parece triste escuchar a aquel compañero nuestro, auto aislado del resto, decir “yo, aquí sólo vengo a trabajar”? ¡Claro que no es cierto!. A una empresa no se va “sólo” a trabajar. Cada persona que acude diariamente a un centro de trabajo, a lo que realmente va –consciente o inconscientemente– es a desarrollarse como persona en su faceta profesional. Es decir, desarrollar una parte de sus aptitudes, conocimientos, experiencia, una parte de sus ilusiones y motivaciones, de sus expectativas y desasosiegos… En definitiva, va a desarrollar su personalidad, a autoperfeccionarse como ser humano; lo que incluye, entre otras cosas, relacionarse con otras personas con las que comparte, aparte de unas cuantas horas cada día, objetivos, miedos, esperanzas… Es el “homo socialis”. Y es que el trabajo, necesariamente, tiene una trascendencia de sí mismo hacia el entorno que nos rodea. El trabajo no se agota en uno mismo, sino que el punto final de la actividad laboral de una persona acaba siendo el punto de partida del trabajo de otra.
Y si yo no debo olvidar que “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”, tampoco puedo perder de vista que el objeto de mi profesión es otro “ser humano” es decir, un “ser inteligente y libre, capaz de autoperfeccionarse en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.
Y después, desde ahí, pongamos en marcha los mayores y mejores recursos disponibles.
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