Esta mañana he estado en uno de esos foros y seminarios de Recursos Humanos en los que, de alguna manera u otra, siempre nos acabamos encontrando los mismos, para hablar de las mismas cosas: “nuestras cosas”; que si la gestión por competencias por un lado, que si evaluación del rendimiento por otro, algo de motivación, un par de dosis de liderazgo, y una de gestión de equipos para tener en cuenta tal o cual aspecto… Ya se sabe: son cosas de los de “Personal”. Eso es, al menos, lo que se comenta por los pasillos de la empresa.
En el fondo, “los de Personal”, “los de Recursos Humanos” hablamos una jerga propia, al igual que los abogados tienen la suya; o los contables, o los corredores de bolsa… Y las jergas, querido lector, amigo mío, tienen dos problemas. Uno es que son contingentes; y el segundo, quizá como consecuencia del primero, es que no son capaces de trascender al reducido ámbito en el que viven.
Pretendo ahora hacer una reflexión sobre este tema.
El título de esta carta habla de pedagogía. Y he elegido este concepto en lugar del tradicional de “formación” porque, aunque pueda parecerlo, no es lo mismo. La “formación” nos trae a la mente un consultor con su PowerPoint reglamentario, su puntero láser y sus “role-playing games” perfectamente estudiados que buscan, además, la respuesta correcta que debe dar cada participante del grupo y con el que pretende conseguir los objetivos previstos y predeterminados de la “acción formativa”.
Sin embargo, cuando hablamos de “pedagogía” pensamos casi inmediatamente en la educación que nuestros hijos reciben en el colegio y en los maestros que la imparten. Y he querido hacer hincapié en esta distinción porque “educar” (del latín, “educcere”) quiere decir “sacar de dentro”. Y esa es la gran tarea del “educador”: sacar de dentro de cada “educando” lo mejor que éste lleva dentro, para que su desarrollo como persona sea el mejor posible.
Uniendo estas dos ideas, la de “nuestras cosas” que fuera de nuestro ámbito, “nadie entiende” y la de la figura del educador, nos enfrentamos a un no pequeño reto: el de impregnar nuestro entorno empresarial de ese sentir, de ese “saber”, de esa responsabilidad que nosotros tenemos tan clara de “trabajar con y para personas”. Tenemos que transmitir al resto de los que conviven con nosotros ocho horas diarias, cinco días a la semana y cuarenta y ocho semanas al año, ese saber nuestro de “tratar” profesionalmente a las personas. Tenemos que enseñar a la alta dirección, a los directivos y mandos medios a que “eduquen, a que saquen lo mejor de cada uno de los profesionales que “hacen” la empresa cada día. Eso es dirigir. Eso es liderar. Eso es desarrollar.
Si lo conseguimos habremos logrado que cada persona, cada día, mejore como profesional; y, por lo tanto, que cada persona, cada día, mejore como persona (es falso que la empresa contrate profesionales; contrata personas que ejercen una profesión; pero de eso ya hablaremos otro día). Y habremos logrado que la empresa esté en disposición de arrostrar el futuro con las garantías necesarias.
Y una última cuestión. ¿Cuántas escuelas existen para preparar directivos? ¿Y cuántas existen para preparar colaboradores–subordinados? ¿Es que no tienen derecho a formarse como tales? Al cabo, a los directivos les formamos para que hagan bien su trabajo, y después, como lo han hecho bien, les pagamos todos los pluses que se tercien. A los colaboradores–subordinados, como no nos preocupamos de enseñarles a hacer bien su trabajo, lo harán de aquella manera y, por lo tanto también les retribuiremos “de aquella manera”. No sería vano empezar a plantearse en las organizaciones cursos del tipo “Cómo colaborar eficazmente con su jefe”.
Y esa es tarea nuestra. Al cabo los de “Personal” somos, (deberíamos ser) ante todo, educadores… ¡pedagogos!.
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