La mayoría de nuestras primeras veces quedan grabadas en la memoria, sin embargo, salvo en muy contadas ocasiones las últimas caen en el olvido. Casi seguro se debe a que de las primeras tenemos consciencia de su novedad, lo que nos prepara para inmortalizar el instante, mientras que, de las segundas, rara es la vez que sabemos que ya no va a haber otro momento, así que lo vivimos así sin más, y sin ninguna intención de retenerlo.
Hoy me toca acompañar en una de esas primeras veces, de la que seguro se hará memoria, al igual que yo hice en su día y que ahora, no sé por qué, recuerdo.
Recién cumplía los veinticinco, era una cría, aunque entonces no sabía que lo era porque a esa edad ciertamente no lo sabemos.
Había tenido experiencias laborales previas, pero esta era la primera en la que tenía equipo a cargo. Ellos eran incluso más nóveles y jóvenes que yo, para la gran mayoría era su primera vez, aunque en el fondo casi nadie lo consideraba un trabajo en serio, era una simple forma de conseguir un dinero, que, además, por las relaciones personales que se establecían, acababa convirtiéndose en un “plan para pasar la tarde”.
El ambiente era bastante distendido, casi más cercano al que se vive en la cafetería de una universidad o en el patio de un instituto, que en una actividad laboral propiamente dicha. Así pues, la mayoría de “incidentes” que tenía que resolver como manager eran cosas menores solucionadas con una simple llamada al orden y en un ínfimo porcentaje, algunos terminaban en una amonestación que solía liquidarse con “Ah no, tú no me sancionas, me marcho yo”. Y esto, según me habían contado, puesto que, de estas últimas, no me había tocado vivir ninguna todavía, y de las que, sinceramente, pocas ganas tenía de hacerlo. Cuanto más tarde, mejor.
Sin embargo, quiso el cosmos, acelerar mi estreno con lo que me pareció, novata como era, un bautismo de fuego, de esos que debían puntuar directos para matrícula. Y me obsequió con el descubrimiento de una serie de pequeños hurtos; tan nimios que pasaron desapercibidos en el día a día, pero no tanto como para que no nos diéramos cuenta de ellos. Había que solucionar.
Así que fuimos buscando los detalles y juntando los datos. Como tal, no disponíamos de una prueba concluyente, como, por ejemplo, una pillada infraganti; pero la verdad es que los indicios eran bastante sólidos, dejando poco margen a la duda.
¡Madre mía! Aun así, Estaba de los nervios, ¿y si nos estamos equivocando? No me llegaba la camisa al cuello. Tenía tal tensión que fantaseaba con encontrar una carta firmada con la asunción del delito: “Si, fui yo, lo hice. Y he aquí mi inconsciente que me traiciona dejando esta carta como confesión firmada”.
La decisión sobre la persona, era clara, ahora sólo había que comunicárselo.
No sé cuántas veces ensayé aquél encuentro, garantizo que fueron muchas, y eso, a pesar de que no sería yo quien iba a llevar la conversación, pues mi jefe se había ofrecido a estar y asumir el peso.
Aquella noche no dormí.
No sólo por la intranquilidad que me provocaba la, ya comentada, posibilidad de haber metido la pata y habernos confundido de persona, sino, porque no sabía cómo iba a ser su reacción. Y en honor a la verdad, tampoco sabía cuál podía ser la mía, cosa que también me inquieta bastante.
Y nuevamente el universo quiso intervenir, aunque en esta ocasión para suavizar el tema, así que, lejos de suceder alguno de los más de mil escenarios apocalípticos imaginados, el encuentro fue como una seda: tras un acto reflejo inicial de “yo no he sido”, terminó por reconocer los hechos y se marchó tan campante.
No sé por qué hoy me ha dado por recordar esto, ha llovido mucho, muchísimo desde aquello y tampoco es la primera vez que acompaño a una persona más junior en sus primeros procesos.
Dejo de intentar encontrar una respuesta y me permito vagar por mis pensamientos. Miro a la persona que fui y le pregunto a la persona que soy, qué consejo le daría.
Cierro los ojos y suspiro: “¡Hay tantos! Asegúrate de que la decisión está bien tomada; nunca personalices, para ti siempre debe ser una situación de negocio, sin embargo, para la otra persona es “algo personal”, a pesar de sus acciones no hayan sido la causa; nunca te enfades ni pierdas la calma; no tengas prisa; no juzgues, incluso en esas veces en las que parece que la persona se lo ha ganado a pulso, tanto si tienes razón, como si no, porque en el fondo no te aporta y ya has hecho lo que te correspondía; escucha, escucha siempre…”.
Llaman a la puerta.
-Adelante pasa.
Entra un manojo de nervios. Las ojeras delatan la noche de insomnio. Avanza sin decir nada y se sienta.
Le miro a los ojos y digo: -Piensa que eres tú quien se va a sentar en un rato. Trátalo y háblalo tal y como te gustaría que te hicieran a ti.
-¿Tanto se me nota?
Le sonrío, ya no me hace falta que diga nada
“A mi hermana, de la que no recuerdo la primera vez, por ser yo la menor, pero de laque me ha tocado recordar la última. No sabes cuánto te echo de menos.”