Este 10 de octubre se celebra el Día Mundial de la Salud Mental 2022. Tratando de huir de la recurrencia de este tipo de celebraciones, sirvan estas reflexiones al menos para aprovechar el momento y tratar de aportar mi granito de arena sobre tan poliédrico y mediático reto.
De forma similar a otras variables (PIB, empleo), a nadie se le escapa que los niveles de salud mental tampoco han vuelto a niveles previos a la pandemia… en España el 32% de los trabajadores, muy por encima de la media del resto de países, afirman que su salud mental ha empeorado en el último año. Si descendemos a colectivos con una especial complejidad psicosocial, y pandémica, en el sector sanitario, por ejemplo, la sintomatología del burnout (síndrome de estar quemado) ha llegado a afectar al 38,5% de la población trabajadora. Y si preguntamos a las empresas, el 25% afirman que una cuarta parte de sus trabajadores se han visto en el último año afectados por trastornos psicológicos como ansiedad, depresión o estrés postraumático.
Probablemente detrás del agotamiento emocional y de la generalizada sensación de más disconfort mental haya todo tipo de factores externos que nos preocupan, y de otros endógenos -dicen que nuestro cerebro genera unos 70.000 pensamientos al día y el 70% son negativos- que los multiplican, y por eso de la complejidad de esta fenomenología.
Pero … ¿qué hay de nuevo en todo esto? ¿cuáles son los nuevos precursores de esta situación?
Junto a los aspectos tradicionales del trabajo con influencia en los riesgos psicosociales (contenido y carga del trabajo, diseño de las tareas, sistemas de control, entorno y equipamientos, cultura organizacional, relaciones interpersonales, roles, estilos de dirección, planes de desarrollo, equilibrio entre lo personal/familiar y profesional…. en definitiva, muchos de los ingredientes del llamado salario emocional) que se han visto acentuados con motivo de la pandemia (encuesta ESENER de la EU-OSHA), no podemos obviar el nuevo escenario post pandémico.
De hecho, el 60% de las empresas nos dicen que más de la mitad de sus trabajos contienen un alto componente emocional, algo que va en aumento, y que nos apunta a que algo está cambiando en el contenido de las tareas y en las expectativas de las personas. Las fortalezas de las habilidades más “humanas” (empatía, innovación, toma de decisiones, etc.) frente a los riesgos de la robotización, lejos de confiarnos a los neoludistas, también exigen de una adecuada gestión preventiva.
No es nuevo el alegato de aquellos que ponen en foco de los problemas mentales extramuros de los lugares de trabajo (más del 60% de las empresas afirman que los estresores provienen más de las preocupaciones por la crisis pandémica, económica y parece que también geopolítica, que por las propias condiciones laborales), pero aunque algunas patologías mentales tienen mayor incidencia en función del sexo, edad y profesión, el síndrome -y con perdón por la generalidad del término- que afecta a lo “mental” es transversal, con independencia de edad, nacionalidad o sexo.
A las personas les preocupa llegar a final de mes, la estabilidad en el empleo, las amenazas de una guerra, los posibles rebrotes del Covid… y en algunas de estas variables (salario, crisis económica, desempleo) también nuestro país es campeón. Pero también las expectativas de las personas para alcanzar el bienestar mental son distintas. Las terapias de la postpandemia han puesto en valor la parte más relacional de nuestra cultura, a lo que se unen valores generacionales que deben convivir (cultura del esfuerzo y resiliencia frente a la legítima felicidad en su sentido más holístico, etc.), y sin olvidar los efectos disruptivos de la acelerada digitalización y el impacto de la inteligencia artificial, que nos trae nuevos retos a gestionar (riesgos cognitivos, etc.) pero a quien la mayoría de las personas trabajadoras confiarían su intimidad más “estigmatizable” (el 68% de los trabajadores preferirían hablar con un chatbox sobre salud mental que con un supervisor humano). O las consecuencias del envejecimiento de la población, donde el 33% de las organizaciones está totalmente en desacuerdo con que exista un plan explícito sobre la gestión de la edad que permita la retención del talento senior en condiciones de bienestar y salud mental.
Y por eso nos perdemos cuando queremos entender la gran renuncia, o la renuncia silenciosa, o simplemente la resignación y la falta de engagement, sin un adecuado análisis de todas las variables, que no son exportables entre países, ni transversales a sectores, profesiones y personas.
La salud mental debe formar parte del propósito y de la visión de todas las organizaciones y hay que fomentar marcos más globales y ambiciosos en el cuidado de la salud mental en el trabajo y la gestión de riesgos psicosociales. No sólo porque el análisis coste-beneficio del impacto de las inversiones en salud mental así lo justifique, ni por la reiterada formulación de las políticas desde las distintas administraciones nacionales e internacionales, sino porque del bienestar mental de nuestras personas trabajadoras depende la productividad, el potencial de innovación y la capacidad de resiliencia y sostenibilidad de las organizaciones.
Dicho lo anterior, se echa de menos que la parte más institucional pase de lo programático a lo práctico. En nuestro país, la futura Estrategia Española de Seguridad y Salud en el Trabajo 2022-2027 habla de alinearse con la ya publicada Estrategia de Salud Mental del Sistema Nacional de Salud Período 2022- 2026, donde, por cierto, sólo se dedica una página a los temas de salud laboral: nada menos que veinte millones de trabajadores, sujetos pasivos de esta estrategia. Alineados o alienados, la coordinación es más necesaria que nunca, entre agentes sociales y administraciones, y entre lo público y lo privado. De lo contrario, el reto de la salud mental será una ilusión, y una frustración para millones de personas trabajadoras y ciudadanos. Esperemos que el impulso adicional de nuestros “mayores”, el Marco estratégico de la UE sobre la seguridad y salud en el trabajo 2021-2027, así como la Resolución del Parlamento Europeo, de 5 de julio de 2022, sobre la salud mental en el mundo laboral digital, nos obliguen a ponernos al día en esta materia.
Los retos son muchos, igual que las dificultades, que algunas tienen nombres y apellidos. Las bajas laborales por enfermedad relacionadas con la salud mental aumentaron un 30,9% en los menores de 35 años (en todos los grupos de edad la subida es del 17,36%), y estas bajas ya suponen el 15% de los días de IT (segundo grupo de enfermedades, tras los trastornos músculo esqueléticos). Pensemos que el colectivo de jóvenes sigue sufriendo los peores indicadores también en materia de empleo: un incremento 36 veces mayor del desempleo con respecto a los mayores de 25 años, según los datos del mes de septiembre.
Y la mayor tasa de desempleo la encontramos en las personas con discapacidad por trastornos de salud mental (80%). Cuestión de estigmas que siguen lastrando los objetivos de inclusión y sostenibilidad en el empleo.
Tenemos que crear un entorno favorable a la salud mental de los empleados y hay mucho camino que recorrer. Mientras el 61% de los responsables de personas piensan que sus organizaciones abordan adecuadamente los problemas de salud y bienestar, sólo el 33% de las personas trabajadoras opinan lo mismo. Y hay que huir de la una visión patológica de la salud mental. La seguridad y salud en el trabajo ya está en un punto de inflexión y no retorno, más allá de opiniones entre aquellos detractores de un enfoque normativo y aquellos que abogan por una definición más laxa y amplia de la prevención de riesgos laborales.
Debemos proporcionar orientación y apoyo a las personas, trabajando en el autoconocimiento, empoderando y motivando, buscando el necesario equilibrio en el contexto de la digitalización, y entrenando el autocuidado, la actitud resiliente, y la necesaria conciliación entre lo laboral y lo extralaboral.
Pero este camino, más allá de que ampliemos el deber general de cuidado de las empleadoras, no pueden recorrerlo solas. Los gobiernos tienen un papel importante para proteger y promover la salud mental en el trabajo, desarrollando marcos legales y políticas que faciliten la promoción de la salud mental y la colaboración entre todos los agentes, apoyando a las empresas -sobre todo a la PYME- para que aborden intervenciones psicosociales y de capacitación para sus equipos; acelerando soluciones a las barreras y miedos existentes (tecnológicas y de privacidad, sobre todo), e incrementando recursos en los servicios de atención primaria y salud laboral para garantizar el éxito de la estrategias descritas.
Los comentarios están cerrados.