Desde que empecé a correr el encierro txiki, he tenido la intuición de que la sensación de medirme a un animal no me era desconocida. Como si lo llevara inscrito en mi memoria. El impulso y el deseo de medirme a algo peligroso me motivaba. Significaba un juego, un momento de conexión con mi interior, con mi energía y con la de otro ser vivo, un “aquí” y “ahora” en los que la razón y la palabra no existían… el llevaba su marcha y yo me deslizaba hacia su lado como queriendo influir en su intención y mostrarle que podía marcar cual era el camino que debía tomar. Pues bien, así es como empecé a dar mis primeros pasos en el encierro: desde pequeño, acompañando, aprendiendo y emulando a mi padre, a mis tíos, a mis abuelos… a mis antepasados.
Luego vino lo de empezar a jugar con toros y flirtear entre toros, cabestros y otro montón de seres humanos. La cosa se complicaba…
Con los años, la experiencia, la observación y los buenos consejos de los amigos más experimentados conseguí crear mi propia metodología, un saber actuar que me permitía avanzar dejándome fluir en un estado de máxima presencia. Cuando llegaba el momento de dar el paso hacia dentro de la manada y ponerme delante del aliento del toro, ese “yo” ya estaba transformado en un todo, en una conexión entre el ser humano y el animal bravo.
Era un estado de mucha claridad, firmeza y sobre todo de plenitud; siempre existía el respeto y, de alguna forma, el animal se entregaba al encuentro. Así, juntos, nos deslizábamos metidos en esa especie de burbuja que se creaba entre los dos como muchas veces ocurre, entre los hermanos de camada y resto de manada. El animal tenía miedo y yo conseguía controlar el mío, por lo tanto la entrega y la fusión eran completas. Mirarle a los ojos y sentir su comprensión me permitía relajarme y poder seguir juntos, al mismo son. Siempre he pensado que si el toro no olía mi miedo me respetaría.
Luego nos tocaba lidiar con todo el entorno, caídas, empujones, frenazos, resbalones…
Esto resultaba muy complicado y peligroso. Es curioso… al final, tenía más peligro por mis compañeros humanos que con los animales bravos. La intuición siempre era el sentido predominante en estos momentos y estoy seguro de que me he salvado muchas veces de percances serios por ese sexto sentido y por la energía que me unía a mis seres queridos con los que, aunque no presentes físicamente, si continuaba en conexión existencial.
Realmente este es para mí el gran misterio de este acto atávico: el juego entre la vida y la muerte, ambos presentes en cada instante, en cada paso, en cada aliento… qué emoción salir airoso de semejante envite. Si somos capaces de jugar y flirtear con la muerte mirándola a los ojos, ¿por qué vivimos con tanto miedo a vivir solo porque vamos a morir?
Esta es la gran lección que he aprendido en el encierro y que ha determinado mi vida: vivir el momento presente y liderar mi vida en el aquí y el ahora con mi cuerpo, mi mente, mis sentimientos y mis emociones. En el momento crítico del encierro se encuentran la vida y la muerte y me he dado cuenta de que no tenerle miedo a esta última me permite liderar mi vida y la de mi entorno. Vivir el instante con presencia de ánimo enfrentándome a mis fantasmas y a mis miedos, me ha hecho valorar más la vida, aceptar mis puntos fuertes y mis vulnerabilidades.
Ya no corro el encierro, ya no necesito demostrar a nadie que soy el más valiente y que incluso estoy dispuesto a morir en un acto heroico.
Prefiero vivir la vida e intentar liderar mi yo, mi ego y no morir por él, he decidido dejar un legado a mis padres y hermanos, a mi mujer, a mis hijas a mis nietos, resto de familia y amigos.
Ser un ser liberado y consciente y hacer lo que creo mejor se hacer: AMAR Y VIVIR HASTA MI ULTIMO ALIENTO.
Los comentarios están cerrados.