25 de diciembre de 2024

‘Máscara perfecta’, finalista del XIII Premio Literario RRHHDigital

'Máscara perfecta', finalista del XIII Premio Literario RRHHDigital

Miró al suelo. Vio como la tierra se derrumbaba a sus pies. Antes de que pudiera ser consciente y conseguir saltar hacia una parte más estable cayó al fondo junto con ese enorme canal de tierra que se había formado. Se dejó llevar, no podía hacer mucho más. A pesar del miedo, se rindió al arrastre del terreno. Sentía esa sensación de inestabilidad pero seguía viva, dolorida, pero viva. Una fina capa de tierra arcillosa cubría su pálida piel. Se encontraba sola. Rota.

Desde el fondo, miró al cielo a través de ese pequeño hueco que había podido crear en su cara con su manos entumecidas. En ese espacio pudo aliviar sus lágrimas y entender de verdad el significado de impermanencia.

Ahora sólo le quedaba respirar, permitirse respirar.

Se despertó sobresaltada a la vez que notó una lágrima caer por su mejilla mientras en su cabeza revivía cada una de las imágenes de ese sueño. No era la primera vez que lo tenía.

Aún no había sonado la alarma del móvil y podía notar como su cuerpo se hacía sentir entre las sábanas con la misma molestia de esa tierra arrastrándola hasta el fondo.

Ese dolor que se hacía patente a lo largo cada jornada, sin que pudiera elegir el mejor momento para pararlo en silencio. Y ahí, en esos instantes de angustia, era cuando su cabeza empezaba a cuestionarse cuánto más podría resistir viviendo cada día desde ese sentimiento de desesperanza. El dolor físico se le hacía parcialmente sostenible sin embargo, el agotamiento emocional era lo que albergaba su mayor preocupación.

Era consciente que nadie era capaz de imaginar lo había detrás de esa mirada que maquillaba con el alma rota. No le había permitido a nadie que le ayudase a cubrir esos pequeños espacios internos que habían quedado abiertos y que en muchas ocasiones no era capaz de identificar en qué momentos se habían ido fisurando. Nunca había consentido mostrar ese dolor interno. Siempre estaba bien y manejaba con soltura esa máscara de perfección.

Se levantó de la cama apreciando como el agua caliente de la ducha se fundía con su cuerpo y esperando que cada gota limpiase su mente de toda preocupación. La mayoría de veces funcionaba ya que era capaz de hacerla revivir y convertirla en la mujer todo terreno que le correspondía interpretar en su posición como responsable de cultura y talento dentro de la compañía que le había permitido cumplir su sueño, siendo el impulso que la animaba a camuflar perfectamente su asfixia y desesperación.

Desde niña anhelaba trabajar en un lugar donde pudiese ayudar a otros desde esa parte social de contribución que sentía en su alma y, aunque la vida la había llevado a emprender su perfil profesional en otro sector totalmente opuesto a su propósito, siempre había desarrollado su labor de manera excepcional.

Ahora que estaba cumpliendo su sueño… ¿Cómo podía sentirse así? ¿Cómo había podido llegar a ese punto de sentirse devastada por la vida?.

Se encontraba inmersa en liderar varios procesos de transformación cultural en diferentes compañías, reto que había asumido con coraje, sabiendo que iba a ser un

trabajo intenso pero más alineado que nunca con esos procesos de cambio con los que tanto disfrutaba.

Ahí era donde más comprendía los ciclos de la vida. Ahí se permitía cada día soñar con un mundo más sostenible. Ahí estaba su esencia. Ahí encontraba su fuerza. Ahí enmarcaba su valor.

Y ahí pasaba sus días entre cuestionarios, reuniones con los equipos y gestión de proyectos, conectando personas. Pero había más. En cada proyecto trabajaba en comprender la situación, en escuchar nuevas historias, en acompañar desde la compasión y aprovechar cada recurso con el mejor sentido de contribución. Sin juicios.

No le faltaban competencias para hacerlo sin embargo, en ese momento, sentía que su vida se desmoronaba y ella tenía que estar más presente que nunca. No le faltaba voluntad pero si la energía.

Porque… ¿Quién cuida de los que cuidan a los demás? ¿Quién está con los que siempre están?

Y… ¿Cómo comprender que debajo de muchas miradas hay personas pidiendo la ayuda que siempre dan? ¿Cómo decir sin hablar? ¿Cómo seguir un propósito cuando la cabeza boicotea tus fortalezas constantemente? ¿Cómo acompañar a otros a crecer cuando la mente está a punto de desfallecer?

Después de ese sueño revelador tomó una decisión. Los días empezaban a pesar y se convertían en verdaderos retos. Y claro que ella era una mujer valiente pero en ese momento tenía que permitirse respirar.

“A veces no hay que hacer nada más que aceptar nuestra vulnerabilidad y pedir ayuda.” pensó.

Cogió esa misma tarde el teléfono. Le temblaban las manos pero lo hizo. Sintió miedo. En su cabeza resonaba: “¿Qué pensará de mí cuando le cuente cómo me siento? Con lo que me ha costado llegar hasta aquí… ¿y si me echan?. Pensará que no sirvo, que no valgo para esto…”

Buscó en la agenda el teléfono del responsable de la compañía y casi sin poder contener las lágrimas le explicó la situación.

En esa conversación salieron a la luz sus miedos pero también su esencia.

“Tengo miedo”. Le dijo. “Y aunque afronto los retos que me dais con pasión, muchas veces tengo miedo de implicarme demasiado, de no ser suficiente, de equivocarme en mis decisiones…Tengo miedo al rechazo, a no aportar. Mi voluntad me hace valiente sin embargo el miedo atormenta mi mente y me acompaña en cada paso que doy poniendo en duda si he hecho bien en mi reconstrucción…”

Llevaba años trabajando sin tregua en su reenfoque profesional, un tiempo donde había afrontado verdaderos retos ya que durante todo ese proceso de cambio se estuvo lamentando por haber estudiado dos carreras y no querer dedicarse a ello, vivió situaciones económicas dramáticas por anteriores decisiones que la llevaron a no tener recursos en muchos momentos para afrontar todos los gastos que llegaban cada mes a su cuenta, pensó que no iba a tener oportunidades laborales en empresas debido a haber estado desarrollando su labor como profesional liberal durante 15 años, dedicó horas de trabajo a proyectos por menos del salario mínimo o gratis pensando que así “valorarían” su talento con personas que luego nunca se acordaron de ella y durante los últimos meses había tenido que desligarse de personas y proyectos con el miedo asociado de lo que podrían sentir y pensar.

“Reconstruirse sin duda implica energía, esfuerzo y valentía. Y tú la tienes. Lo has demostrado en los 3 años que llevas con nosotros.” Le contestó su responsable calmando su ansiedad y el atropello de sus palabras. “Es normal que estés agotada emocionalmente. Han sido años muy complicados pero mírate bien. Observa con cariño todas esas piezas que dices que están rotas. Lo que miras y cómo lo haces determinará lo que ves. Es posible que aún veas elementos que parece que no encajan o que aún no has podido hacer que se articulen entre sí. Es posible que a lo mejor no quieres que encajen aún. Elige cuando estés preparada. Sin prisa. Aquí estamos dispuestos a ayudarte y acompañarte. Confiamos en ti y en tu potencial.”

No supo que contestar más allá de un tímido “gracias”. Porque esas palabras de bondad llenaron de claridad su visión.

Ese día empezó su nueva realidad. Aprendiendo a pedir ayuda para liberar esa carga emocional. Trabajando en cada instante como parte de su aprendizaje. Observándose más. Dejando de alimentar esa máscara perfecta.

Y comenzó a entender esos momentos de resistencias y desequilibrio que le habían llevado a olvidarse de poner atención a los detalles. Y confió más en ella, poniendo en valor su intuición en cada entorno complejo y ante la incertidumbre de cada jornada. Y empezó a abordar de manera entusiasta situaciones de perfecta imperfección que la hacían mirar hacia un futuro más sostenible. Y volvió a asombrarse como una niña, disfrutando de ver el potencial de cada persona que compartía espacio y sueños con ella. Y por fin, encontró la paz de saber que un universo de aprendizaje se abría en cada proceso de cambio, empezando a comprender el valor de las señales como parte de su evolución.

Y en esa nueva realidad decidió compartir desde su inspiración lo que su alma rota necesitaba para recuperar su esencia. Sin miedo. Sin excusas. Con su vulnerabilidad puesta al servicio de las personas y envolviéndose en su naturaleza salvaje sin la trampa de la ilusión.

Aquella llamada lo cambió todo. A veces sólo hace falta un “Confío en ti”.

En aquel instante, entendió que la máscara no es más que un filtro que durante un tiempo puede servir pero abrir las puertas al bienestar diciendo basta al ego se convirtió en su verdadero proceso de sanación.

Ahí empezó su mejor proyecto. Ahí empezó a dejar ir. Ahí empezó a vivir.

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