Cuando vi aquel loro gigante más grande que mi hijo de dos años, creí que volvía a tener alucinaciones. Si la recepcionista no hubiera empezado a gritar al hombre que lo llevaba en una enorme jaula, habría pensado que mi mejoría era solo una quimera. Pero no, allí estaba yo, esperando para tener una entrevista de trabajo
en uno de los hospitales privados más elitista del país, sentada en frente de un loro del tamaño de un niño pequeño, escuchando a una recepcionista que parecía la directora del Hospital por los humos que tenía, y a un director (el de la jaula) que se había convertido en recadero y traía un loro desde Barcelona, por encargo de un jefe, al que la de recepción llamaba “Demonio”. No estaba mal…
Había tardado unos minutos en entender todo aquello, pero la conversación entre la mujer de la recepción y el hombre del loro me terminó presentando ese extraño escenario.
De todas formas, el día ya había empezado raro. En el metro, cuando venía de camino al hospital, durante algunos segundos me había parecido ver a mi marido otra vez. Duraba solo un momento, mi corazón daba un vuelco, luego mi cabeza le decía al corazón que no, que mi esposo estaba muerto, que había tenido un accidente de coche, causado por su exceso de velocidad y que se había llevado con él al otro mundo a su amante. Luego el banco se llevó la casa por no poder pagarla. Y al final a mi me llevaron al manicomio.
Tratando de no pensar más en todo aquello, volví a prestar atención a la conversación que seguía en la recepción a propósito del loro. La situación era tan surrealista que no me quedó más remedio que sonreír, creo que incluso llegué a soltar una pequeña carcajada, cuando el director catalán que había traído al pájaro desde Barcelona llamó Ángel a la misma persona a la que la recepcionista apodaba “Demonio”.
Por un momento no supe si había salido del psiquiátrico para ir a una entrevista, o continuaba en él, aunque la verdad es que no era la primera vez que me preguntaba quien estaba cuerdo y quien estaba loco dentro y fuera del manicomio, y no me quedaba tan clara la respuesta. En el año de internamiento había conocido a personas terriblemente desequilibradas, pero también a otras: esquizofrénicas, bipolares o depresivas como yo, mucho más cuerdas que
alguno de los compañeros con los que había trabajado a lo largo de mi vida laboral: paranoicos imposibles, sádicos malvados, megalómanos, narcisistas, anoréxicas crueles, sicóticos de todo tipo y los peores de todos, los psicópatas, sin sentimientos, capaces de cualquier cosa para conseguir sus objetivos. Además, ninguna de estas personas, que yo supiera, estaba sometida a ningún tratamiento y se paseaban por las organizaciones como por su propia casa, amargando la existencia a todos los que por unas razones o por otras, no eran de su agrado.
Quizás alguno de ellos se hubiera curado con la terapia adecuada, quien sabe… Los sicópatas por supuesto que no, porque no son enfermos mentales, y por lo tanto no se pueden curar, sus trastornos de conducta no tienen solución, por eso dan tanto miedo.
En el manicomio no había psicópatas, estos o están en la cárcel, o están en la política, o están en las empresas, depende de cómo ejerzan su agresividad: Si es física van a la cárcel; si es emocional o son políticos, o van a los Comités de Dirección de las grandes organizaciones, aquí siempre les hacen un hueco, a pesar del peligro que su sola presencia supone. Son los llamados psicópatas integrados, que no asesinan, y que pueden ser muy eficaces desde el punto de vista organizativo. Y claro cuál es la profesión favorita de los psicópatas: CEO por supuesto. Y como todos no llegan porque solo hay uno por empresa, muchos se quedan en directivos, y casi peor porque están más cerca de los empleados de base y por lo tanto les pueden hacer más daño.
Si no has trabajado en grandes empresas, no es fácil que se crucen en tu vida cotidiana, aunque hay algunos en compañías pequeñas (que generalmente son suyas).
Mientras me perdía en estas divagaciones, la conversación de la recepción parecía haber terminado. El portador del loro se acercó a mí y se presentó amablemente:
– Jordi Salisachs, director de la clínica de Barcelona. Perdone todo este jaleo, llevo un día horrible con este loro dichoso. ¿No nos conocemos verdad?
– No, soy Henar, vengo a hacer una entrevista de trabajo.
Lo primero que había pensado al ver a aquel hombre con el pájaro en la mano, es que se parecía a Papa Noel.
– ¿Una entrevista para el departamento de Personal? ¿Para sustituir a Manuel? Sabemos que se jubila pronto.
– Sí, para Recursos Humanos, People como se dice ahora, parece que considerar a las personas como un recurso, ya no está de moda. Primero Personal, después Recursos Humanos, y a hora People, en inglés, por aquello de la globalización.
– Uf, pues aquí somos un poco anticuados, Manuel siempre ha sido el jefe de personal, pero nos tendremos que adaptar a una directora de People comentó sonriendo.
– Directora no, Head of People pone ahora en la mayoría de las ofertas. – Pues eso ya no sé, esta empresa es muy española, hasta los catalanes como yo estamos mal vistos ¿Verdad Amelia? Dijo dirigiéndose a la recepcionista.
– No todos los catalanes, solo los independentistas, y, aun así, a ti se te quiere, aunque ya sabemos de qué pie cojeas, solo te faltaba ya traer de Barcelona a este loro de las narices, que lo mismo hasta habla en catalán. ¡A quien se le ocurre…!
Amelia continúo susurrando por lo bajo, al tiempo que otra mujer, vestida con el mismo uniforme que ella, vino a buscarme para llevarme con mi entrevistador.
– ¿Henar Márquez? Preguntó
– Sí, soy yo.
– Acompáñeme por favor, El Dr. Aznar la está esperando.
Mientras me disponía a seguir a la chica, Jordi me tendió la mano a modo de despedida. Su tamaño y su parecido con Santa Claus le otorgaban un aspecto bonachón.
– ¡Mucha suerte Henar! Estoy segura de que le gustarás a Don Ángel. – ¿” Don Ángel es “el Demonio”? Le pregunté.
Este me guiñó un ojo, mientras asentía con la cabeza.
– Aquí todo el mundo tiene apodo. A mí me llaman Noel, por “Papa Noel”, aunque no entiendo por qué, dijo riendo a carcajadas.
Me despedí de él y me dirigí a mi entrevista de trabajo, reflexionando sobre lo curioso que era el mundo laboral. Hacía un año que no me reía, y una situación grotesca en un entorno de trabajo, me había hecho soltar un amago de carcajada.
En mi caso siempre me había reído mucho en el trabajo. Todavía sonreía cuando recordaba muchas de las anécdotas pasadas, la mayoría compartidas con mis colaboradores, a pesar de que, en los malos momentos, casi ninguno había estado a mi lado. La verdad es que eso ya no me importaba. Había aprendido a no juzgar. Los entornos laborales eran así, no podías esperar demasiado de nadie. La clave estaba en no tener confianza en el ser humano, lo que por supuesto no era fácil. Al final siempre era un tema de expectativas, y de manejar las tuyas… Confiar, no confiar, ¿Qué era lo correcto? Tanto sicólogo, tanta terapia, tantas pruebas me habían dicho que yo confiaba, que era inherentemente confiada y algo ingenua.
Eso yo ya lo sabía, no hacía falta que ningún sicólogo o test me lo dijera. Estaba harta de oírselo a mi madre, a mi hermana, a mis amigas, a mi marido… A medida que vas creciendo, el entorno te enseña a no confiar en el prójimo, y menos todavía en los compañeros de trabajo, en los jefes, o en los subordinados. Por supuesto esto no es ninguna lección que se imparta en ninguna escuela, ni siquiera en las de negocios, es una especie de formación continua que empieza en la guardería, sigue en el colegio, en el instituto y en la universidad y culmina cuando te incorporas al mercado de trabajo. Aquí no te queda más remedio que hacer un máster presencial de desconfianza si quieres sobrevivir. Lo malo es que yo, aunque lo he intentado, no tengo cualidades para desconfiar. La desconfianza para mí ha sido como las matemáticas, le ponía empeño, pero en el fondo como no entendía nada no era capaz de aprender.
¿Por qué pudiendo confiar en el prójimo tenía que desconfiar? En esos momentos, no estaba preparada para responder a una pregunta tan compleja, solamente sabía que la risa me había hecho pensar. Quizás había llegado el momento de regresar al trabajo. Me había gustado volver a reír, aunque eso
supusiera pasar por todo lo demás… Desde luego, las personas como Jordi, con su loro, su mano tendida y su sonrisa, me animaban a ello.
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