Y sucedió.
Como en las películas de ciencia-ficción más agoreras, en las que aparecía un personaje caminando sólo por las calles de una gran ciudad ahora desierta, nuestras vidas cambiaron y pasamos a recluirnos en nuestros hogares, mirando por las ventanas a los escasos transeúntes que, cubiertos por máscaras, se atrevían a romper el silencio de las aceras para tirar la basura en los contenedores.
Pasamos a convertirnos en “La Resistencia” descrita en esas mismas historias, escondidos entre los muros de los escombros de los edificios que quedaban en pie y continuamente vigilando por la ventana para que no se acercara el enemigo que, en este caso, en lugar de tomar la forma de un zombi hambriento, tenía la de un pequeño ser microscópico capaz de amenazar la vida tal y como la conocíamos hasta entonces.
Y la imagen impactante, apocalíptica, de las ciudades vacías, sin coches, sin vida, se hizo realidad.
Pero lo que la imaginación de los creadores no pudo prever en esas historias es que, por otro lado, el virtual, se aceleraría la vida más que nunca. No pudieron prever cómo ese cambio, seguido por el instinto de supervivencia que caracteriza al ser humano, se convertiría en un despertar acrecentado a la digitalización agigantada de la vida tal y como la conocíamos hasta ese momento.
Porque el ser humano es social por naturaleza y porque nuestra estructura productiva está abocada a seguir funcionando y a buscar ranuras por las que florecer a falta de las acostumbradas, ya que la economía sostiene lo único que nos separa de esas estampas fatídicas en las que sólo quedan ruinas adornando ciudades abandonadas.
Porque, no nos engañemos, todos vivíamos en una era digital, pero en ninguno de los imaginarios colectivos cabía el hecho de eliminar la existencia de la escuela tradicional para sustituirla por clases a distancia sin excepciones; ninguna mente maquiavélica podía pensar que, de un día para otro, pasáramos de contemplar el teletrabajo como método de producción en un tres por ciento de los casos, para situarnos en el noventa y seis, de golpe y porrazo, de la noche a la mañana. Nadie podía imaginar que sustituiríamos los gimnasios por clases de zumba online para todos.
Pero pasó, ¡vaya que sí pasó! Y lo capeamos (o en esas andamos).
Y en esa vorágine de cambios acelerados a la que nos vimos abocados, las empresas, fueran del tamaño que fueran, tuvieron que transformarse a una velocidad no conocida hasta la fecha. Tuvieron que aplicar principios de renovación industrial inimaginables en ninguna de las revoluciones dadas hasta entonces. Y tuvieron que hacerlo, en algunos casos, contra criterios que habían estado defendiendo hasta el momento con argumentos más o menos acertados. Criterios de presentismo, de no flexibilidad, de no confianza en la autogestión del empleado y muchos similares.
Y en esos momentos acuciantes, como sucede en las ocasiones críticas, hubo una figura que sobresalió sobre el resto. Un departamento que tuvo que destacar por sus propios medios para hacer frente a la que estaba cayendo y convertir en realidad cambios que impactaban tanto a la regulación del empleo, como a la comunicación interna continua en situaciones remotas, a la vez que a la aplicación de medidas novedosas que facilitaran el desempeño. Y, no nos engañemos una vez más, los profesionales de esa área fueron los que más trabajo tuvieron durante una época convulsa, con jornadas maratonianas y reuniones interminables para poner en práctica todas las medidas al mismo tiempo y ser capaces de dar un servicio que se esperaba de ellos. Con exigencias más allá de lo razonable, en algunos casos.
Y es, cuando menos, curioso, encontrarnos con situaciones en las que ese departamento, hasta entonces, no era considerado como un socio estratégico de negocio en muchas empresas. Pero yendo más allá en esta cuestión, es todavía más impactante darse cuenta de que sigue sin serlo. Porque no se le da la importancia que debiera, ni se le escucha cuando propone medidas disruptivas (como el teletrabajo o la flexibilidad acrecentada en ciertos negocios) hasta que llega el momento y, más que las orejas, lo que le vemos al lobo es ya la boca abierta con las fauces acechando.
Pero es la realidad. Y, aunque cabría pensar que lo sucedido ha supuesto un vuelco en esta forma de verlo, es incuestionable que, en algunos casos, esta consideración de departamento residual no ha desaparecido.
Porque, aunque, sin lugar a duda, esta crisis habrá servido para que muchas compañías consideren de otra forma a sus colegas del área de personas (lleve el nombre que lleve), lo cierto es que, una vez pasado el tsunami, nos encontramos con vueltas a la realidad que son, cuando menos, llamativas, en lo que respecta a no contemplar cambio alguno comparado con la política de hace un año, cuando nuestra realidad era bien diferente. Nos encontramos con regulaciones ridículas de vuelta al trabajo innecesarias y aceleradas, para que “nadie se piense que esto es jauja y a ver si le vamos a dar al empleado el brazo y nos va a coger el hombro”. Y eso, pese al consejo bien estructurado de muchos profesionales del área de RR.HH. que, una vez más, pasarán a ser algo ignorados por el resto de la Dirección de las empresas, por tacharles de idealistas.
Y cabe preguntarse, desde la crítica más constructiva, si no debiéramos cuestionarnos un poco más lo que hemos aprendido durante este tiempo. Si no debiéramos tomar medidas que puedan protegernos ante próximos imprevistos que puedan presentarse de forma tan abrupta como los que hemos vivido en los últimos tiempos y si, por extensión, no debiéramos considerar a nuestros compañeros “idealistas” como los que puedan, de verdad, aportar medidas impactantes en las que no pensamos, pero que se revelen como las más acertadas cuando vengan mal dadas.
Y, por lo tanto, cabe preguntarse si, adicionalmente, no debiéramos dar a los departamentos que se han revelado como fundamentales en esta gestión, un papel mucho más estratégico, un lugar mucho más representativo para que puedan pensar, idear y recrear nuevas realidades que nos lleven a métodos inexplorados que nos ayuden a afrontar lo que se avecine. Porque se avecinará.
Hemos demostrado que no somos capaces de prever el futuro. Pero Recursos Humanos ha demostrado que sí sabe adaptarse. Y por eso, es nuestro momento.
Tenemos la oportunidad abierta de terminar de demostrar, a quiénes todavía no lo hayan entendido, que una empresa no será capaz de sobrevivir sin pensar en las personas y en cómo gestionarlas de formas diversas e innovadoras. Hemos demostrado que sabemos reaccionar, ¡déjennos ahora espacio para demostrar que podemos innovar! Porque ese, y no otro, es el futuro de los recursos humanos en las compañías. Y ese es nuestro valor.
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