El trabajo a distancia se ha generalizado, las herramientas de teletrabajo se han multiplicado, se están formando nuevos hábitos. A este respecto, seguramente habrá un antes y un después de la COVID-19. Pero ¿se ha reflexionado lo suficiente sobre lo que implica dejar de verse, o solo un poco, desde la distancia, únicamente a través de pantallas interpuestas?
A distancia… ¿pérdida de confianza?
Los confinamientos, los toques de queda y las precauciones sanitarias han vaciado numerosos espacios de trabajo habituales y han creado un nuevo tipo de trabajo en casa. Rodeados de pantallas, con extensiones mediante herramientas y anegados de información, tenemos, a la vez, muchos datos que procesar y ningún tiempo disponible. De hecho, nunca el mundo lejano ha estado tan cerca de nosotros. Redes sociales, noticias en directo, aplicaciones de mensajería instantánea, nunca hemos tenido tanta información y ten rápido sobre lo que no nos afecta. Y, de modo paradójico, nunca hemos recibido tan escasa información del mundo que tenemos más cerca, ya que ahora se encuentra separado por mascarillas, gestos, barreras, por no hablar de pantallas interpuestas. Es cierto que estoy en casa, en un entorno conocido, me ahorro el cansancio y el tiempo de desplazamiento, pero ¿qué sigo sabiendo de lo que me rodea en el trabajo? ¿Qué sigo viendo de aquellos con los que se supone que debo cooperar? ¿Y cómo puedo confiar en lo que ya no puedo ver?
Fuera de la vista, fuera del corazón de la empresa…
Al que trabaja en casa, por lo tanto, se le ve menos, resulta menos visible, se le observa menos… así pues, ¿se le reconoce menos? Mejor protegido de la mirada ajena, ciertamente, pero sin más puntos de referencia ni tampoco certezas. Los códigos habituales ya no se utilizan, la reunión del lunes está en Visio, la máquina de café en mi cocina y nadie conmigo. Los intercambios informales ya no son tan informales porque hay que anticiparse a las llamadas, y el estado de ánimo de mis colegas es mucho más difícil de precisar. ¿Dónde estoy realmente? ¿Y qué pasa con mi trabajo y mi contribución? ¿Son apreciados? ¿Sigo siendo útil? ¿En qué sentido? ¿Y qué está pasando allí? ¿Qué están preparando los que se quedaron en la oficina? ¿Todavía se preocupan por nosotros? Es el momento de las preguntas, de las dudas, de los miedos e incluso de las conspiraciones. La confianza siempre está hecha de presencia. La lejanía, por su propia naturaleza, da paso a la ansiedad y al retraimiento…
¡Recuperar el sentido de la narración!
Por lo tanto, no se puede pretender que el trabajo a distancia no tenga más impacto que el de reducir los tiempos de transporte y ahorrar metros cuadrados, porque no se trata solo de una cuestión de distancia física, sino también del aislamiento asociado. Cuanto más se desarrolle el trabajo a distancia, se generalice, se convierta en la norma – o en una de las normas -, más atención habrá que prestar a la recreación de espacios destinados a reunirse, mirar, hablar y compartir: espacios reales, no solo encuentros más o menos ficticios para aparentar, donde cada uno podrá tomarse el tiempo para contar su historia, compartir experiencias y afrontar sus dificultades. El enfoque narrativo es el único que puede compensar así la ausencia de presencialidad en el día a día. Al igual que los psiquiatras necesitan una supervisión colectiva para aliviar la soledad de la práctica, los teletrabajadores necesitarán momentos compartidos de diálogo abierto y reconocimiento mutuo. De lo contrario, el teletrabajo bien podría suponer el fin de la affectio societatis… ¿y, quizás, del compromiso con el trabajo.
Así que, por favor, cuéntame… Cuéntame lo que haces y lo que piensas de ello, cuéntame hoy cómo te sientes, lo que te gusta y lo que te agobia, comparte con nosotros tus experiencias, tus dudas y tus éxitos, hazme visible lo que ya no puedo ver de otra manera. Hablemos. Mucho. Sobre todo.
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