Hoy en día vivimos en una sociedad regulada por multitud de leyes que establecen los deberes y derechos que todos los ciudadanos, empresas y administraciones tenemos por igual para asegurar que la convivencia social sea posible. Ante la ley, todos somos iguales, es decir, todos tenemos las mismas obligaciones, las mismas responsabilidades y los mismos derechos.
Pero, pese a que la igualdad, la libertad y la dignidad de las personas sean principios fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico, los poderes públicos no siempre están a la altura en su deber de eliminar las barreras que impiden su plenitud. Por ese motivo y hasta la aprobación el 07 de abril de 1982 de la LISMI (Ley de Integración social de los Minusválidos) las personas con discapacidad se sentían excluidas por completo del mercado laboral. La entrada en vigor de esta normativa significó un punto de inflexión y una respuesta eficaz a la inclusión laboral de las personas con discapacidad y un derecho constitucional que no se les respetaba. La LISMI estableció un sistema de cuotas marcado que permitió crear un modelo de integración que supuso un avance muy importante pero que hoy, 30 años después de su entrada en vigor, todavía presenta muchos retos sociales, políticos y empresariales.
Entre las modificaciones que se han producido en estos 32 años de existencia de la ley, el más significativo en materia de empleo tuvo lugar en el año 2000. Como consecuencia del incumplimiento continuado de la ley por parte de las empresas, se promueve el Real Decreto 27/2000 en el que se establecen una serie de medidas alternativas con carácter excepcional para aquellas empresas que justifican la imposibilidad de contratar personas con discapacidad puedan cumplir la ley.
La LISMI se ha mantenido vigente hasta el año 2014 en el que se unificaron varias normativas dando como resultado la actual Ley General de los derechos de las personas con discapacidad y de su inclusión social (conocida como la Ley General de Discapacidad – LGD) y que es la refundición en un único texto legal que regulariza, aclara y armoniza 3 normas: la LISMI, la LIONDAU (2003) y la Ley de Infracciones y Sanciones (2007).
En materia de integración laboral la norma se mantiene intacta, pero se introducen modificaciones terminológicas ofensivas y que menosprecian a las personas. La palabra minusválido pasa a denominarse “persona con discapacidad” y las palabras, inserción/integración pasan a denominarse “inclusión”.
La LGD se establece sobre la base de la accesibilidad. Reconoce que existen determinados obstáculos que restringen la libertad, la igualdad y la dignidad de las personas y, en consecuencia, propone una serie de medidas para superar estos obstáculos.
La accesibilidad persigue que el diseño y aprovechamiento de espacios y servicios tenga en cuenta las necesidades específicas de todas las personas. Mediante la supresión de estas barreras se promueve la igualdad de oportunidades. Y, más importante todavía, se rompen los esquemas segregacionistas que han padecido las personas con diversidad funcional.
Cuota de reserva del 2% según el Art. 42.1 de la LGD
La LGD en su artículo 42.1 cita que “aquellas empresas públicas y privadas que emplean a 50 o más trabajadores (cómputo total de empleados) están obligadas a que, al menos, el 2% de éstos tengan el certificado de discapacidad (porcentaje de discapacidad igual o superior al 33%)”
Cumplir con la Ley General de Discapacidad no es sólo una obligación normativa para las empresas sino va más allá pues permite generar riqueza creando nuevos puestos de trabajo que contribuyen a la reducción de la tasa de desempleo y exclusión social de las personas con discapacidad y, por lo tanto, al cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Agenda 2030 de las Naciones Unidas.
La Ley General de Discapacidad se puede cumplir mediante la contratación de bienes y servicios a Centros Especiales de Empleo o invirtiendo en proyectos sociales que van mas allá del mero suministro de bienes y/o servicios y que permiten a las empresas desarrollar su Responsabilidad Social Empresarial y generar beneficios a nivel reputacional a largo plazo.
Reducir la brecha formativa, participar en la igualdad de oportunidades y apoyar la autonomía de las personas con discapacidad son factores que fomentan el sentimiento de orgullo y pertenencia de las personas que forman parte de la organización. Estas prácticas responsables sitúan a las empresas que las ponen en práctica como líderes en Responsabilidad Social y referentes en la comunidad, lo que incrementa el valor reputacional de las organizaciones.
En Grupo SIFU y, sobre todo, desde nuestra Fundación, trabajamos en proyectos socialmente responsables que impulsan el desarrollo de diferentes acciones en el ámbito empresarial con los que ayudamos a las empresas a cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Agenda 2030 de las Naciones Unidas y, por lo tanto, a ser empresas socialmente responsables y competitivas.
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