8 de noviembre de 2024
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Covidio y Aristos, demiurgos

Covidio y Aristos, demiurgos

Geos deambulaba sin rumbo ni sentido por la amplia veranda de su palacio de vigilancia. Tendría que residir en él durante el periodo de escrutinio. No era el más agradable de sus aposentos, porque estaba expuesto a las miradas de los demás semidioses protectores y Geos gustaba de la reserva asociada a su cargo de demiurgo y de la discreción de su residencia estelar.

Pero desde hace unos setenta años los problemas que estaba dando Gi no tenían parangón dentro de los sistemas del Sympan. Los humanos parecían haber olvidado que eran simples motitas, camufladas dentro de otra mota insignificante insertada en un sistema solar mediano. Sus luchas, sus ambiciones, sus indecisiones, sus pasiones, sus ganas de destrozar el pequeño y privilegiado sistema que albergaba tanta y tan única criatura…correspondían a eones de degeneración en cualquiera de los sistemas gobernados por un demiurgo. Gi era la incógnita y la excepción.

Geos no era capaz de encontrar la explicación. Ya estaba cansado de intervenir y de hacerlo estérilmente. No pudo más. Comunicó que se sentía forzado a abandonar la tarea y solicitar al Pantocrátor un retiro acelerado. Geos había gobernado con sensatez y armonía y se accedió a su solicitud. La única condición impuesta por el Pantocrátor era la de abrir un escrutinio entre sus pupilos más aventajados y sancionar tras él la idoneidad del nuevo demiurgo de Gi.

Estaba claro para todo el Panteón que los dos candidatos que se someterían a la prueba eran Covidio y Aristos. Eran poderosos, naturales, tenaces, discretos…y distintos. Compartían los que los diferenciaba. Geos los conocía desde hace tiempo; a ambos lados del espectro, eran un desequilibrio necesario para provocar la necesaria catarsis.

Covidio era amante de lo oculto. Solía permanecer latente y a la espera, sin forzar el paso del cronómetro. Su tamaño le facilitaba la tarea: había escogido el microcosmos como su fuerza primaria. Lo consideraba fascinante y provisto de mecanismos ausentes en la escala visible. Cuando decidía actuar, tras residir fortaleciendo su carga en algún extraño animal, su lenta cadencia se desataba y un prodigioso mecanismo de expansión fluía vertiginoso de su interior. Por medio de los inteligentes mecanismos que había logrado perfeccionar con siglos de ocultamiento, los humanos se sentían crecientemente indefensos y progresivamente culpables de haber manipulado -a su antojo y con indolencia- el entorno de Gi. La desconfianza tomaba el relevo de la incredulidad, la negación, la perplejidad; el miedo convivía con efusiones de entusiasmo vacías y apoyos sentimentales. Covidio sabía generar -lo había demostrado varias veces- una confusión y una superposición de emociones tan enmarañada que conseguía anular la acción eficaz y la toma de decisiones sensata. Pero conseguía su efecto: Gi no se había visto tan beneficiada en mucho tiempo. Esos vapores tóxicos que eliminaban especies o los ruidos que atormentaban al silencio del equilibrio natural, desaparecían por arte de magia. Gi recuperaba su belleza original. Los enemigos hablaban. Se resolvían problemas. Se olvidaban absurdos enredos. Su golpe de gracia a través de su “estrategia del pangolín” estaba siendo observada con atención en la academia de futuros demiurgos. “Derribar los muros sin piedad, construir los boques por temor” era su lema de acción. Sí, los efectos positivos traían de la mano una desconfianza de base; pero era necesario que el miedo rompiera la indiferencia del humano y que la incertidumbre temerosa fuera el medio de alcanzar los equilibrios que Gi necesitaba. La eficacia resplandecía.

Aristos era de otro temple. Compartía con Covidio el gusto por la estrategia de largo recorrido, eso sí. Su labor se desarrollaba en el amplio y complejo campo de la conciencia humana. Aristos poseía el don de la inspiración; no en vano, su madre provenía de una de las mejores familias de musas, responsables de la inspiración de refranes, dichos del saber popular, historias de heroísmo silencioso y cotidiano, canciones que pasaban del oído a la fibra del corazón sin filtros. Covidio no era ducho en el combate corto y con arma de alcance cuerpo a cuerpo y con resultado letal. Su acción se desarrollaba por medio del susurro, por pequeñas voces y luces, por medio de la reflexión y el convencimiento. Al observar a su formidable competidor anticiparse con la “estrategia del pangolín”, Aristos tuvo un momento de duda: la celeridad de Covidio y el rápido contagio del miedo y la urgencia eran unos aparentes medios invencibles para su estilo reposado, conciliador y equilibrado. Lo más importante era tener siempre presente su lema: “el bien no hace ruido; el ruido no hace bien”. A pesar de la aparente desventaja, Aristos comenzó a sembrar la compasión, luego el deber hasta el heroísmo diario, más tarde el ejemplo al tiempo que despertaba la creatividad de esos talentos normales en los que casi nadie reparaba en situaciones normales. Progresivamente, se produjo un asombroso estímulo en cadena que se reproducía por estimulación de fibras cardíacas y de tejidos cerebrales que -a su vez- provocaban la ignición de esa energía intangible de la que Aristos había estudiado y comprobado frecuentemente su espectacular eficacia. La pasión fluía y resonaba.

Geos jugueteaba con la corteza de su árbol favorito, el de la mostaza y valoraba las opciones de ambos jóvenes demiurgos. Sobre todo, valoraba el futuro que esperaría a ese planeta tan absorbente; de hecho, aunque había rumores y cuchicheos en algunas de los encuentros regulares de los demiurgos de todo el Sympan, el Pantocrátor nunca había desvelado que hubiera otro mundo con criaturas tan fascinantes, como testaduras y estúpidas.

¿Se impondrían el miedo, la urgencia, la acción rápida y eficaz, el pragmatismo, la fría razón…?, ¿tendrían alguna oportunidad la emoción, el ejemplo, la mirada a lo importante, el recurso a la experiencia, la potencia de un corazón comprometido…?

Sonaban las potentes llamadas de los instrumentos de viento. Parece que el Pantocrátor había tomado una decisión. Quería llegar de los primeros.

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