Entre los recuerdos de la infancia o los que guardamos de la infancia de nuestros hijos, la insistencia en lavárse las manos antes de comer o al volver de jugar en la calle con los amigos es probablemente un de los que más recordamos, por insistentes. En dura lucha con el mantenimiento del orden de la habitación, quizás.
Y es que lavarse las manos era probablemente considerado como una exageración paterna…y materna. “Lo que no te mata, te hace más fuerte” , “lo que no mata, engorda” alegábamos. Además, seguir el ritual purificador no era divertido ni agradable.
La expresión ha tenido desde muy antiguo un valor testimonial muy fuerte pero éticamente reprobable. Cuando no había modo ordinario de resolver un delito por imposibilidad de identificar a su autor, los ancianos del pueblo tenían la facultad de darlo por resuelto lavándose las manos en el lugar de su comisión. La responsabilidad quedaba liberada y la autoridad declinaba la responsabilidad de su resolución.
Un significado parecido nos ha llegado a la actualidad. “Lavarse las manos” tiene una primera acepción de “desentenderse de un asunto que te atañe”. Aunque tengamos interés o responsabilidad en la situación, por desacuerdo con el modo de gestionarla nos ponemos de perfil y miramos hacia el este por si sale el sol. Dejamos solo a alguien, fundamentalmente. Su malignidad está en relación con nuestro grado de responsabilidad en el asunto.
“Repugnancia ante la acción de otros” es un segundo nivel. Probablemente no tenemos nada que ver con un buen embrollo o una situación embarazosa, pero decidimos dar un paso adicional atrás y manifestar nuestro desagrado.
Los que asistíamos a Misa antes de la eclosión de nuestro odioso COVID19 -desde luego más por necesidad que por postureo o autosuficiencia- la solemos identificar directamente con la decisión del procurador Poncio Pilato, entregando a Jesús al Sanedrín judío con tres agravantes: desistir de su responsabilidad legal, no hacer caso al sueño de su mujer acerca del carácter de “justo” de su prisionero y traición a su conciencia por darse cuenta de que tenía a la Verdad delante y despreciarla. Desde entonces, el pobre Pilato carga con pesar con un sambenito histórico. La escena se nos graba en el corazón como una dejadez infinita y una traición a los principios.
Pero ataca el COVID19 nuestro modo de vida y la expresión “yo me lavo las manos” ha recibido un gran arreglo cosmético, higiénico y ético:
- “Lavarse las manos durante el tiempo de dos ‘cumpleaños feliz’”: ya no sólo hacerlo bien. Hemos precisado su duración y su ritual, con numerosos titulares que nos enseñan a limpiar un elemento fundamental de nuestra salud física.
- “Lavarse las manos” es una de las acciones básicas con las que cada individuo colabora y se responsabiliza en algo que queda -quizás- muy lejos de su responsabilidad directa y diaria, como lo es la salud pública. Es un recuerdo de nuestro compromiso colectivo.
- “Lavarse las manos” recibe un nuevo significado de generosidad. No sólo es una forma de pensar en nuestra salud, sino de ser corresponsable en el mantenimiento de la salud de los demás. Nuestras manos contagiadas pueden dejar una huella letal en cualquier elemento público que dañe a los demás.
- “Lavarse las manos” es hoy un arma de guerra. Los tutoriales tan divertidos de padres que dibujaban virus en las manos de sus hijos para que los borraran restregando sus manos y la entrega de los chavales en la tarea son un modo divertido de reflejar que el que se lava las manos se entrega en la batalla.
- “Lavarse las manos” ha recibido la consideración de expresión ética de compromiso público, superando su antigua concepción de desdén o desentendimiento.
El caso es que intuimos que un efecto parecido puede extenderse a otras expresiones. O situaciones. O convicciones. O acciones.
Intuimos que conceptos como “rentabilidad”, “sostenibilidad”, “solidaridad”, “prevención”, “compasión”, “prioridades”, “objetivos” … necesitan un buen retoque estético, higiénico y -sobre todo- ético.
“Yo me lavo las manos”. Me atrae el reto.
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