La perfección es una gran enemiga de la productividad. Y no hay mejor ejemplo de ello que muchas de nuestras abuelas y sus artes culinarias. ¿Os acordáis de esos deliciosos platos de puchero que preparaba? Nada se podía comparar a ese sabor, pero para elaborarlo empleaba cinco horas de su vida, cocinando a fuego lento. Un tiempo en el que normalmente no podía salir de casa para nada.
La productividad se calcula con una sencilla división: la calidad del trabajo entre el tiempo que se tarda en realizar. Una cuenta que a nuestras abuelas no les salía, por muy buenas que salieran sus lentejas. Las nuestras seguramente no están tan ricas a la veloz cocción de la olla exprés, pero podemos comérnoslas con gusto. Y tardamos menos de una hora en prepararlas.
Este simple ejemplo se da en muchas de las facetas de nuestra vida. El perfeccionismo consume demasiadas horas y roba tiempo para emplear en otros menesteres. Reduce al mínimo nuestra productividad, por eso es imprescindible dejarlo a un lado. Es decir, rebajar un poco la calidad de nuestro trabajo para ser más ágiles y evitarnos unas horas extra que nadie nos va a pagar.
Eso sí, sin perder la excelencia, ya que de la misma manera que las personas que terminan sus labores de forma impecable en un intervalo de tiempo demasiado amplio no son productivas, tampoco lo son aquellas que las realizan pronto y mal. Es importante encontrar un equilibrio basado en la eficacia, que es la cantidad de tiempo empleado en cada esfuerzo dirigido al crecimiento o la mejora de algo, y que se mide por la conquista de metas. También basado en la eficiencia, tratando de conseguir objetivos en el menor tiempo posible y con el menor gasto asociado.
No nos deja ser felices
De la misma forma que la perfección no nos deja terminar a tiempo todas las tareas planificadas para un espacio horario concreto en el plano profesional, tampoco nos deja disfrutar de los minutos que reservamos diariamente para la vida personal: la familia, la salud, el ocio… Una serie de facetas que debemos tener cubiertas para ser felices.
En la mayoría de los casos, realizar un trabajo perfecto y detallista nos obliga a echar más horas de las que tenemos estipuladas, horas que le robamos a pasar la tarde con nuestra familia, con nuestros amigos, a nuestro ratito en el gimnasio, a nuestra tarde de cine… A esas pequeñas cosas que son las que realmente nos hacen felices más allá del trabajo.
Además, debemos tener en cuenta que la persona perfeccionista suele ir a peor. Para ella, las cosas nunca terminan de estar bien, siempre se pueden mejorar, algo que terminan generando frustración por no poder dedicar más tiempo y energía a lo que se tiene entre manos y que termina por angustiar. Quien queda atrapado en ella es incapaz de discriminar cuándo un propósito se ha cumplido.
Por ello, es necesario romper esas barreras mentales que nos empujan hacia la perfección absoluta y poner el foco en aquellas acciones que nos van a ayudar a realizar un trabajo óptimo en el menor tiempo posible: planificar bien nuestro día a día, concretar horarios que debemos cumplir, evitar distracciones e interrupciones…
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