Reflejaba su rostro todos los soles del mundo, y todas las tormentas del verano. Y ahora recogía las cosas de sus cajones con la misma metódica con la que lo había visto trabajar todos estos años. La alegría que debería de suponer que alguien a quien quieres le ocurra algo realmente bueno mientras lo ves partir, no estaba, simplemente.
Era la promoción que Lisandro ansiaba tanto desde que todo aquel proceso comenzó. Don Arturo (de los pocos “Dones” dentro de la Organización que aún anticipaban un nombre de profesional de la vieja escuela) se había jubilado, y Lisandro había hecho méritos suficientes durante su carrera para conseguirlo. Se iba a Corporativo, al lugar de las grandes ideas y los presupuestos más grandes aún para realizarlas. Se iba a un despacho, con un equipo a su cargo, lejos de nosotros. Y eso debería de alegrarnos a todos, y sería injusto que no fuese pero igual de falso sería no reconocer que sentía una punzada en el pecho de un dolor agudo y sordo. Verlo ahí metiendo todas sus cosas en cajas me destrozaba en silencio, sus blocs que nunca tiraba una vez terminados, su boli de la suerte, su alfombrilla que imitaba una tabla de Oujia para el ratón. Sus recuerdos, todos nosotros, los que nos quedábamos, en una caja de cartón.
Porque nunca nadie podrá llegar a entender lo grandes que fuimos.
Fue el quien me seleccionó para el departamento de Recursos Humanos hacía ya tres años, que pasaron volando como una bandada de pájaros sobre nuestras cabezas. No habían sido años fáciles. La Organización no tenía departamento de Recursos Humanos por aquel entonces. Tan solo un pequeño grupo de administrativos dedicados a la gestión de contratos y nóminas y un abogado para la negociación con los comités, pero desde el mismo Corporativo que ahora nos lo arrancaba de las manos se decidió que en España debía de apostarse por el desarrollo y la creación de políticas para empleados, y así fue que decidieron, por supuesto coste cero salvo una serie muy ajustada de head counts, delegar tal responsabilidad en Velasco, nuestro jefe.
Nunca nadie hizo tanto con tan poco en el mundo de los Recursos Humanos como Velasco. Contrató a Lisandro, un joven cuya vehemencia y sus sólidos principios nos habían traído más de algún inconveniente con el cliente interno. Pero que encerraba la magia de convertir toda esa pasión en proyectos imposiblemente creativos. El me contactó por LinkedIn y en la entrevista ambos nos dimos cuenta de que entre los tres podríamos ser dueños del mundo
Luego llegaron los demás. Álvaro, un experto en Compensación que era capaz de ver la luz incluso en los lugares más oscuros, y Selena, la más joven, una psicóloga de poco más de veinte años, de ojos enormes y un pelo lacio y oscuro que caía sobre sus hombros, cuya belleza era equiparable a todo su talento de millenial, y Andrade, cuya timidez y buen juicio nos sostendría en momentos en los que el juicio mismo parecía habernos dado la espalda.
Fue en una cena de navidad, al vernos a todos riendo, hablando, borrachos, en ese preciso momento, parecí por fin entenderlo todo. Observé a Velasco con su sonrisa de foto, sentado al final de la mesa, contemplándonos. E imaginé un director de orquesta que había sido capaz de congregar en la misma mesa a caracteres tan dispares, pero tan incondicionalmente necesarios y compensados. La selección no había sido bajo criterios profesionales, sino claramente humanos. Había sabido crear un grupo indivisible de buenos amigos que trabajaban juntos, y lo hacían realmente bien. De ahí, de ese núcleo inseparable que éramos por el edificio vino que todo el mundo nos empezase a llamar “Los Cinco”. Los confines profesionales se fundieron con los personales y hubo un momento en el que ninguno de nosotros fuimos capaces de no compartirlo todo con “Los Cinco”.
No habían sido años fáciles. La gente suele pensar que “los de recursos humanos” solo despiden y contratan, y hacen nóminas, y dicen “no”. Nosotros habíamos creado una peculiar alquimia en aquella Organización. Habíamos emprendido el proyecto de hacer de aquel lugar un sitio mejor para trabajar. Hicimos planes de formación en la que los propios empleados impartían sus temarios, acciones de responsabilidad social corporativa, proyectos para mejorar el clima laboral, transmitiendo toda la fuerza que la relación personal entre nosotros generaba, toda esa intensidad, que fue convertida en conversaciones de Feedback, en noches sin dormir delante de un power point… en una creencia.
Pero aquella propia creencia se llevaba a uno de los nuestros a otro lugar, por lo que deberíamos de estar felices, pero al menos yo, no lo estaba. Es un sentimiento enormemente ambivalente la nostalgia. E injusto, y egoísta, pero así era.
-Seguiremos haciéndolo igual de bien- había vaticinado Velasco cuando se reunió conmigo en la terraza de la cafetería del edificio.
Yo bajé la cabeza, apagué el cigarrillo casi consumido entre mis dedos.
-Velasco, ya sé que seguiremos haciéndolo igual de bien, pero nunca será lo mismo- respondí, y se me quebró la voz. El me devolvió esa sonrisa tan suya y me dio un fraternal golpe en el brazo, como diciendo “lo sé, ya pasará.”
Todo empaquetado, un puesto vacío de cualquier rastro que hubiera dicho que en aquel mismo sitio alguna vez hubo tanta magia, ahora parecía un cascarón de huevo. Tenía Lisandro una pegatina de un smily en la pantalla del ordenador, la arrancó y la pegó en el marco de mi pantalla.
-¿Qué haces, tío? Después de tres años no te has enterado aún de que no me gusta tener cosas pegadas en la pantalla… -y la quité con violencia. Luego lo miré de reojo, estaba riendo. Era imposible no reírse. Así que la devolví a donde él lo había dejado, como trofeo.
Selena, a mi lado, rió también. Le temblaba el mentón -nunca la había visto llorar, y nunca la vería.
Los copos de nieve caían como si alguien en el cielo hubiese reventado un almohadón de plumas. Aquel había sido un invierno inusualmente frío y habíamos visto las calles vestidas de blanco como no habíamos visto en diez años. Lisandro y yo fumábamos un último cigarrillo frente a las puertas giratorias del edificio. La gente entraba y salía con lo que a mi me pareció una arrogancia cruel. La caja de cartón llena de trastos estaba apoyada contra la pared de cristal y copos de nieve hacían equilibrios en el borde hasta disolverse y lamer el cartón. Selena estaba encogida de frío, pero quiso bajar, con aquellos enormes ojos abiertos y vidriosos, quería bajar a despedirse. Pronto vimos como Álvaro y Andrade subían la calle nevada con sendas bolsas de plástico del supermercado de la esquina.
-¡Oye, ¿A dónde crees que vas?!- le reprochó Andrade- Tu vuelo no sale hasta las seis, hemos ido a comprar cervezas para despedirnos.
Lisandro dejó escapar una sonora carcajada.
-No se puede beber alcohol en el edificio.
-¡¡Es tu despedida, Lis, al menos brindaremos en el despacho!! Velasco nos ha dado autorización -y se encogió de hombros, confuso.
Es curioso lo poco que se puede decir en alto cuando todo el diálogo está encerrado en tu cabeza, y te gustaría coger el tiempo y retorcerlo y someterlo a detenerse ahí, en la palma de tu mano como una bola de nieve. Permanecer en ese preciso segundo, los cinco en pie, en silencio, viendo caer la nieve en un Febrero como aquel, fumando un cigarrillo como tantas veces habíamos hecho.
Un enorme coche negro aparcó en doble fila. Lisandro arrojó su cigarro y me abrazó. Sentí todo ese calor y me hubiese gustado quedarme ahí, así, el resto de mi vida. Luego vinieron más abrazos y mas buenos deseos.
-Cuidad a Velasco, sed malos, pero no mucho. Llamadme si pasa algo, os devolveré la llamada en cuanto pueda- nos gritó desde el coche, a punto de entrar. Todos saludamos con la mano y vimos como uno de “Los Cinco” se perdía entre el tráfico de una calle que se movía como una oruga lenta y perezosa. Creo que ni siquiera entonces fuimos conscientes de lo que pasaba, de que nunca más volveríamos a ser Los Cinco, de que habíamos tenido la increíble suerte de haber vivido, compartido todo aquello, y si. Quizás las cosas fueran también buenas de ahora en adelante. Habrían más conversaciones, mas risas, pero nunca las mismas, porque hay cosas que solo ocurren una vez en la vida.
De pronto sentí como un brazo se asía al mío con fuerza, arrancándome de mis pensamientos. Selena, tan pequeñita me pareció entonces, me obligó a agacharme a su altura y me susurró al oído.
-Bueno, Tristán, ahora seremos Los Cuatro, siempre me han gustado mucho los números pares. -Sonreí, me aferre a su brazo.
-No te preocupes, volverá- le dije. Ella arqueó las cejas confusa.
Había una caja de cartón apoyada en el suelo, cubriéndose poco a poco de nieve.
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