Érase una vez una organización que tenía que reducir su tamaño y que cada viernes despedía a alguno de sus trabajadores para ir acercándose a esas dimensiones ideales. Los nervios estaban a flor de piel en los accesos a las oficinas a medida que se acercaba el final de la semana. Hasta que a alguien no le funcionaba la tarjeta, quedaba atrapado en los tornos y un pitido estridente le delataba como uno de los agraciados con la lotería del desempleo.
Esa tarjeta desactivada que no le permitía entrar en su lugar de trabajo, ni despedirse de sus compañeros, ni tratar los términos del finiquito con el departamento de RRHH, le convertía en un apestado, en un paria organizacional. La única opción que le quedaba ese ya ex empleado era hacer un triste intercambio de rehenes en la entrada. El despedido entregaba el móvil de empresa y el agente de seguridad se lo cambiaba por la documentación de su despido y una caja marrón con sus cosas, esas que fue acumulando, casi sin darse cuenta, a lo largo de diez largos años.
Esta y otras maneras de actuar, frías y desapegadas, son más frecuentes de lo que creemos. Seguramente, las personas que diseñan este tipo de procesos, lo hacen porque creen que es la mejor manera, la más limpia y aséptica. Mi experiencia, sin embargo, me dice todo lo contrario Creo que cuanto más nos empeñamos en enterrar nuestras emociones bajo una capa de “profesionalidad”, más daño provocamos. En este tipo de situaciones no siempre es fácil prever lo que va a suceder, por lo que las recetas cerradas raramente funcionan. Solo se me ocurre una regla de oro para afrontarlas: implicarse emocionalmente, cuanto más mejor. Perder el trabajo ya es de por sí una noticia lo bastante mala para añadirle encima la sensación de que no le importa a nadie. Y aunque no se pueden aplicar paños calientes al hecho irrefutable del despido, si es posible minimizar ese daño colateral de la aparente frialdad que tanto hiere al despedido en el momento en que recibe la noticia.
Una de las misiones de todo mando es acompañar a su equipo a lo largo de su trayectoria profesional, y la salida también forma parte de ese viaje; una parte muy importante, en realidad. Hay que dar la cara, cuidar las palabras y el contexto, cuidar la actitud y la emocionalidad con que se transmite la información. Es una comunicación delicada, tal vez la más compleja para un manager. Por una parte, la comunicación tiene que ser clara, directa, breve, sin rodeos que den lugar a equívocos. Por otra, tiene que preservar la dignidad del trabajdor despedido y su derecho a expresar tristeza, extrañeza o enfado. Un aspecto que no debe olvidar la persona encargada de comunicar la noticia es que ella no es la protagonista, por mucho que la perspectiva le haya quitado el sueño la noche anterior.
El momento pertenece por entero la persona que tiene en frente y que está a punto de perder su empleo. La misión del mando será la de acompañar y escuchar al despedido, adaptarse a su ritmo, responder a sus preguntas y dándole el tiempo que necestite para asimilar la notica. El mensajero no evitará que el trance sea doloroso, pero al menos podrá evitar, con su actitud, un sufrimiento añadido que es totalmente gratuito.
El que a veces provoca confundir la profesionalidad con la falta de empatía. Los mejores profesionales, de hecho, son aquellos que son capaces de mostrarse más humanos, mostrando capacidad para escuchar, empatía y apertura, con sensibilidad para ponerse en el lugar de la otra persona y realizando una buena gestión de sus propias emociones.
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