El siglo XXI había acabado bien. A pesar de sus convulsos inicios políticos y sociales, finalmente el afán de comodidad y progreso se había impuesto. En Globea, en estos tiempos, casi nadie trabajaba. Casi nadie necesitaba trabajar. Casi nadie recordaba lo que era el trabajo.
La revolución tecnológica había supuesto un gran éxito científico: Un hábil desarrollo conjunto de redes neuronales, inteligencia artificial y psicología de masas había convencido a la población de que su felicidad radicaba en vivir sus largas vidas cómoda y asépticamente. Además, la obsolescencia programada de personas y objetos facilitaba tremendamente el mantenimiento del sueño de Globea: una sociedad limpia, ordenada y homogénea.
El desarrollo de los robots, en una amplísima variedad de tamaños y funcionalidades, había sido exponencial: lejos quedaban ya los primeros intentos de geolocalización mediante implantes intradérmicos, la biotecnología reconstructiva de miembros amputados y la cura de enfermedades antes mortales mediante reparación celular remota. Los avances actuales en ingeniería social robótica permitían ya predecir – y corregir en tiempo real – los primeros indicios de un trastorno emocional o el germen de un desorden colectivo.
El aprendizaje también había evolucionado mucho: la adquisición de nanounidades de memoria externa permitía la actualización automática de nuevos conocimientos en el neocórtex cerebral. Si querías aprender a hablar un nuevo idioma, a programar un ordenador o a tocar un instrumento, bastaba con adquirir nuevos memorybox.
A decir verdad, las personas no sentían gran necesidad de crecer o desarrollarse, aunque conocían la diversión y sabían cómo alcanzarla: podían pasear a sus mascotas virtuales por los e-croma de realidad virtual aumentada disponibles en MegaInter – la Internet del nuevo milenio -, o escuchar la música preprogramada para su estado anímico, también prediseñado para mantener la justa tensión vital y el orden social, o leer los textos prescritos para su estatus. Los más atrevidos incluso acudían de tarde en tarde a los cines de realidad aumentada, en los que sinapsis neuronales inducidas les hacían experimentar nuevas sensaciones en un entorno individual e inocuo.
Pero me he adelantad. A estas alturas os estaréis preguntando quién dirigía Globea con esta precisión y estructura. El poder político, como tal, había desaparecido y la democracia hacía años que se había desechado como sistema de organización. Se vivía en una burbuja controlada con total cobertura de necesidades y por tanto, ninguna demanda de mejoras.
Sin embargo, el poder económico, ostentado por las grandes corporaciones robóticas, era el verdadero motor que mantenía vivo este nuevo orden colectivo.
Si bien los conceptos de riqueza y pobreza habían desparecido, un eficiente nuevo sistema de categorización social permitía establecer fácilmente dos grupos de población y, con ellos, dos útiles niveles económicos. Así, al llegar a la mayoría de edad, el algoritmo creado por los robots programadores separaba a las mentes inquietas – creando el grupo inferior, con menos capacidad adquisitiva, denominado Omega – del grupo de personas acomodaticias, completamente adaptadas a la nueva era, que conformaban el grupo superior – la élite Alfa -.
Cuando surgía la necesidad de ajustar o actualizar alguna máquina y los propios robots reparadores no podían realizar la tarea, esta se encargaba a los Omega, que constituían la escasa fuerza de trabajo existente en Globea. Además existía la firme creencia de que manteniendo ocupadas a estas mentes inferiores se acabaría logrando su cura y adaptación al perfil Alfa. No podía decirse que Globea no diera oportunidades a sus ciudadanos.
Tabia era una Omega. Así se lo habían comunicado a ella y a sus disgustados padres Alfa el día en que cumplió los 25 años y tuvo que abandonar su confortable hogar. Esa mañana el robot programador asignado le había cargado una memorybox en la que se le comunicaba su nuevo estatus de trabajadora y su nueva ubicación, una habitación cercana a su trabajo.
Había sido asignada al departamento de RR.RR., Recursos Robóticos, de Bots Capital Inc., la mayor corporación mundial de desarrollo de inteligencia artificial de Globea.
Su misión era sencilla: sentarse en la gran sala blanca del piso 223 a supervisar la tarea de un grupo de learningbots diseñadores de nuevos contenidos para consumo humano. Había escasas incidencias, así que mientras tanto tenía que escuchar el programa diseñado por los psicobots para su rehabilitación y conversión en Alfa.
Si sonaba la señal intraauricular de error en el trabajo de su grupo debía interrumpir su escucha, introducir la secuencia correctora del problema y comprobar su solución. Este proceso solía llevar breves segundos que sin embargo, ella disfrutaba intensamente, pues suponían una ruptura de su rutina. Pero no, ella no se podía permitir esos pensamientos tan inferiores: Tenían grandes esperanzas depositadas en ella y no podía defraudarles; al fin y al cabo, provenía de una larga estirpe de Alfas, o eso al menos era lo que le habían contado.
Pero Tabia era una Omega. Y se aburría. Se había esforzado por comportarse igual que sus estandarizados compañeros, pero su inquieta mente no dejaba de buscar mejoras a los procesos de trabajo que tan fácilmente realizaban los robots. Constantemente aparecían en su cabeza nuevas y peligrosas ideas. Y no ayudaba nada la revelación que le había hecho su abuela unos días antes, justo antes de entrar en la cabina de obsolescencia programada…
Ni el más intrépido de los Omega lo hubiera creído. Al parecer, mucho tiempo atrás, los niños se reunían en grandes espacios llamados “colegios”, en los que les estaba permitido leer algo denominado “libros”. Esos mismos niños, cuando crecían, continuaban sus extrañas reuniones diarias en las que escuchaban atentamente a un adulto que les hablaba e incluso les preguntaba su opinión sobre diversos temas. Y así, en función de sus intereses, les estaba permitido elegir su ocupación al pasar a la vida adulta. A eso le llamaban “profesión” y por lo visto estaba relacionado con lo que uno quería hacer. Pero esto no era lo más sorprendente.
Ni siquiera Tabia se hubiera creído toda esta historia de no ser porque su abuela le había regalado una última sorpresa: ¡Un libro! Tras jurar que mantendría el secreto eternamente, lo había escondido tras un panel mal soldado en su habitación y todas las noches pasaba al menos un par de horas mirándolo, acariciando sus hojas y por supuesto leyéndolo. Era un increíble relato acerca de cómo las civilizaciones antiguas habían sentado las bases culturales de un vasto territorio llamado Europa. Al parecer las personas que vivieron en aquellos tiempos remotos, sin ningún desarrollo científico y mucho menos robótico, habían hecho evolucionar a la Humanidad a base de discutir y promover nuevas ideas, ponerlas en práctica, analizar sus resultados y mejorarlas. Personas que en la actualidad habrían sido desterradas al territorio Omega sin dudar ni un instante.
En su cabeza comenzó a fraguarse un plan, ciertamente peligroso y por tanto tremendamente estimulante: Tenía que encontrar a más Omegas dispuestos a cambiar, a abrir la mente y recuperar el terreno del conocimiento y la iniciativa cedida a los robots. Si la sociedad seguía así, era cuestión de tiempo el que las máquinas programaran el fin de la raza humana o al menos su control absoluto.
Naturalmente era consciente de los riesgos de su empeño, de que si la descubrían incumpliendo los protocolos Omega más básicos – no generar ideas propias, no conversar con otros sobre asuntos no autorizados o preprogramados, no ocupar el tiempo en tareas no aprobadas en la agenda personalizada – su mente sería automáticamente anulada por millones de ondas eliminatorias remotas. Pero ese riesgo merecía la pena.
Empezó por sus compañeros de la planta 223 de Bots Capital Inc. Al fin y al cabo, todos ellos formaban el departamento de RR.RR. y tenían fácil acceso a la programación de los learningbots. Si lograban inutilizar sus sistemas y desactivar sus memorias, los Alfa se quedarían sin nuevos conocimientos preprogramados y los Omega saldrían del letargo en el que les sumían las grabaciones sanadoras que eran forzados a escuchar.
Fue mucho más sencillo de lo que creía: bastó con enviar un mensaje encriptado a su compañero de al lado para que la información se extendiera como una mancha de aceite por toda la planta. En pocas horas Tabia tenía el respaldo de todos los Omega del edificio, que hastiados de control, llevaban años esperando un líder que les abriera el camino. Y en algunos minutos más, todas las máquinas de Bots Capital Inc. habían empezado a fallar.
Tras ese día todo cambió. Vinieron meses y años complejos, en los que fue un reto convencer a los Alfa de las bondades del cambio, enseñarles a pensar por sí mismos, asignarles tareas diarias que llenaran su existencia de sentido, crear escuelas infantiles, grupos de discusión y formación de jóvenes y adultos… Pero el cambio era ya imparable. El conocimiento, y la responsabilidad de mejorarlo, volvían a estar en manos de las personas.
Tabia, haciendo honor al significado de su nombre , había iniciado una nueva era. La Revolución T, la Revolución del Talento.
Artículo ganador del 6º Premio Literario RRHHDigital.com
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3 comentarios en «La Revolución T»
Ameno, original, me ha gustado. Enhorabuena!
Juan Pedro
¡¡ Enhorabuena, Ana Belén !!
Fdo.: Un Omega inquieto
¡Muchas gracias, Juan Pedro y J.J.! ¡Nos hacen falta más Omegas!
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