Cuando publico un libro difundo el rumor de que es posible que tenga cáncer. De ese modo, los críticos y mi competencia comentan: ‘¡Qué gran obra! Lástima que esté enfermo’. Si no obrara así, encontrarían motivos para demonizar mi investigación.
Hace más de tres décadas escuché por primera vez estas palabras en boca de un autor consagrado. Quería prevenir a quienes le atendíamos sobre la perniciosa patología de la envidia que subyace en la idiosincrasia de muchos países y específicamente en España.
En mi ingenuidad, me parecieron entonces exageradas aquellas declaraciones. El paso del tiempo ha hecho, sin embargo, que confirme que las radicales expresiones mencionadas no se aplican sólo al ámbito de la producción literaria, sino a cualquier actividad.
Muchos sienten como una afrenta personal que otros destaquen en determinada labor, sea deportiva, intelectual, financiera, mercantil, de gestión de recursos humanos o sencillamente de enfoque vital. Una fantasía inficionada de ojeriza descubrirá dobles designios o supuestas perversidades donde sólo hay esfuerzo, recta intención, deseos de alcanzar nuevas cimas, o… sencillamente nada.
La envidia es nefanda, porque –frente a otras actitudes aviesas- no genera placer a quien la ejerce. Más bien, engolfa a quien la padece en un sufrimiento estéril, donde el reconcomio es el único y baldío resultado.
La hoz de la mezquindad permanece siempre alerta para descalificar a quien promueve proyectos, iniciativas o abre nuevos senderos. Y es precisamente entre los mediocres donde más se extiende esa envidia (etimológicamente, in-videre: ver mal, deformadamente) que tanto perjuicio aviva.
Diagnosticar la enfermedad es relativamente sencillo, pues suele manifestarse en expresiones del tipo (han sido escuchadas por quien firma estas líneas):
-Esa iniciativa de desarrollo de personas acabará en el mismo fiasco que ya se produjo en ocasiones anteriores.
-¿Para qué dedicar atención a ese proyecto que han puesto en marcha? Si hubieran contado conmigo habría ido mejor.
-¡Qué gran escándalo!, proclamaba un tercero, de exiguo prestigio profesional, ante un riguroso estudio científico: ¡Acumula seis errores de ortografía!
Superar la envidia es esencial para aportar. Y la gran terapia frente a esa patología se denomina emulación.
La capacidad de aprender de los demás es prueba explícita de sentido común y también de una cualidad tan escasa como valiosa: la humildad. Ese hábito se identifica desde hace siglos con la verdad misma: la humildad es andar en verdad, proclamaba la andarina castellana.
Reconocer la valía ajena permite manejar el ‘además’, en vez del ‘pero’. Quien se auto define como un ‘Pepito Grillo’ y se circunscribe a descalificar lo promovido por otros es en realidad un embozado envidioso.
Los profesionales de altura se centran en admirar la magnificencia, pues sólo los grandes se dejan cautivar por la munificencia. Ante quien realiza propuestas audaces, ante quien trabaja con denuedo, la reacción nunca ha de ser de crítica o murmuración. Debería ser siempre de admiración y de asunción del desafío por mejorar el propio desempeño.
1 comentario en «Terapia para la envidia»
Estoy totalmente de acuerdo con el profesor Aguado. Sin duda, hay una relación directa entre envidia y mediocridad. Yo además añadiría, narcisismo. Mi experiencia, con envidiosos/as narcisistas, se traduce en objeciones sin sentido y en los palos en las ruedas; pero lo peor de todo es que el dicho de «Dios los cría y ellos se juntan», también es cierto. La asociación de mediocres se une en detrimento de aquello(s) que destacan. Es un problema la envidia, pues ésta mina la idea innovadora y a los emprendedores. Tristemente pienso que la mejor terapia para ellos es el baño de humildad, y estas aguas muchas veces son escasas de ver.
Javier L. Crespo
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