¿Te acuerdas de Second Life, la red social de realidad virtual que revolucionó Internet 10 años atrás? Seguro que más de una vez has oído hablar de ella y, por supuesto, de su meteórico ascenso y caída. Tan fulgurantes fueron ambas fases que no hubo término medio en cuanto al rendimiento económico que ofreció: en efecto, las primeras empresas que se involucraron en este suculento negocio —y que supieron retirarse a tiempo— hicieron su particular agosto. En cambio, aquellas que intentaron subirse al carro en el punto más álgido de su éxito —justo antes de que la burbuja explotara— se dejaron por el camino algo más que ilusión y esfuerzo.
El caso de Second Life es el enésimo ejemplo del peligro de acomodarse en inversiones online que, a priori, son rentables, por muy innovadoras y seguras que parezcan. Sin embargo, no es el único. Y para demostrártelo, hoy te traemos una historia real que, salvando las distancias, también nos recuerda la importancia de no jugárselo todo a una sola carta (y mucho menos cuando hay indicios de que la situación puede dar un vuelco).
Por eso, queremos explicarte la historia de Juan, al que sus acciones en Internet acabaron pasándole factura.
Una agencia de viajes sin viajeros
Todo empieza en 1980, cuando nuestro protagonista contaba con cinco años de edad. Por aquel entonces, una de las situaciones que más le inquietaba era ver el poco tirón que tenía el negocio familiar. En aquellas fechas, su padre regentaba una agencia de viajes que, sorprendentemente, era el único establecimiento del barrio en el que no entraba nadie. Una triste realidad que contrastaba, y mucho, con las largas colas que se formaban frente a la panadería o la carnicería.
Profundamente intrigado, Juan nunca dejaría de darle vueltas a esta circunstancia. Y así fue hasta que, en 1993, empezó a estudiar Administración y Dirección de Empresas en la Universidad.
Ya en el primer año de carrera, no tardó en darse cuenta de que el principal problema de su padre era la nula atención que le había prestado al marketing, una poderosa herramienta que permitía generar la demanda que tanta falta le hacía a la agencia de viajes. Todavía quedaba, por lo tanto, una bala en la recámara para relanzar el negocio.
El otro gran pilar para el plan de acción que maquinaba Juan lo encontró en el aula de informática. En ella, varios ordenadores permitían a los estudiantes acceder a un revolucionario instrumento que acababa de aterrizar en España dos años atrás: Internet. Fascinado, no tardó en percatarse de inmenso potencial que se escondía tras la flamante Red de redes.
Un lavado de cara
Después de licenciarse, Juan se dispuso a reinventar la agencia de viajes apoyándose en el marketing: para ello, contrató espacios publicitarios en los medios de comunicación locales, recurrió al buzoneo… Finalmente, su iniciativa ayudó a incrementar la demanda, pero sin alcanzar el volumen de negocio esperado.
Fue entonces cuando un viejo conocido de la facultad acudió en su ayuda: Internet. Y para ser más exacto: un potente motor de búsqueda nacido en 1998 y con un nombre tan desconcertante como impronunciable: Google. No obstante, el verdadero golpe de timón para la empresa llegó en octubre del 2000 con la aparición de Google AdWords: un nuevo servicio de anuncios online llamado a reinventar las reglas del marketing digital… y de multiplicar los hasta entonces magros ingresos de la agencia.
Deseoso de ser de los primeros en comprobar las bondades de esta herramienta, Juan se dio cuenta que, por cada 1.000 pesetas que invertía (unos 6 euros), recibía 5.000 (30 euros). Ante este escenario, ¿cómo dejar pasar la oportunidad de quintuplicar los beneficios de forma rápida y, aparentemente, segura?
El fin de la fiebre del oro
Con los datos en la mano, y confiado de que la rentabilidad de su apuesta se mantenía, Juan no dudó en invertir compulsivamente miles de los recién nacidos euros. El límite lo marcaba el dinero del que disponía en cada momento. E incluso, a veces ni eso, ya que llegó a pedir préstamos bancarios para seguir invirtiendo en Google AdWords. La ocasión bien lo merecía, ya que había encontrado un canal de captación que le brindaba un gran retorno de la inversión (ROI).
Sin embargo, algo empezaba a cambiar: poco a poco, los beneficios fueron reduciéndose, pasando del 500% al 250%. Esta caída, lejos de suavizarse, continuó a marchas forzadas y, en el 2007, la rentabilidad se hundió hasta el 10%. En cualquier caso, a Juan aún le salía a cuenta apostar por Google AdWords, ya que, al mover mucho dinero, las cantidades que ganaba seguían siendo considerables.
La fiesta terminó en el 2010: por aquel entonces, los anuncios del gigante de colores ya no le resultaban rentables: la gallina de los huevos de oro había muerto. Game over.
La moraleja
El caso de Juan no deja de ser algo que sucede constantmente en cualquier sector económico, y que tiene que ver con las cuatro etapas de desarrollo de un mercado: introducción, crecimiento, madurez y declive. En las dos fases iniciales, la escasa concurrencia de personas o empresas que participan en un determinado negocio hace que salgan beneficiadas en el reparto de los dividendos: cuando son pocos quienes reciben su porción del pastel, la cantidad percibida casi siempre es generosa.
Pese a todo, al final de la fase de crecimiento y, sobre todo, en la de madurez, aumenta el número de actores involucrados, quienes llegan en masa a este mercado seducidos por su éxito. Esto hace que los márgenes comerciales se compacten y que el beneficio se erosione, hasta el punto de que las empresas menos competitivas se ven forzadas a arrojar la toalla, puesto que el negocio ya no les es rentable.
En definitiva, la historia de Juan nos alerta acerca de la importancia de escoger correctamente con los canales de captación con los que trabajamos y de estar pendientes del beneficio que nos proporcionan en todo momento. Esto implica monitorizarlos continuamente, hacer un seguimiento de su funcionamiento, diversificarlos —como se dice popularmente, hay que evitar poner todos los huevos en un mismo nido— y utilizar nuevas vías de captación de manera experimental.
La importancia estratégica del inbound marketing
Precisamente, es aquí donde el inbound marketing (o marketing de atracción) adquiere su razón de ser: proporcionarle a la empresa un canal de captación propio desde el primer momento, ésta no tiene que estar pendiente de buscar permanentemente otros que le sean ajenos.
Asimismo, la evolución de los beneficios es totalmente inversa a la que proporciona Google AdWords: mientras que con esta última vía el precio por contacto conseguido (lead) se incrementa año tras año por el desgaste de los márgenes comerciales y el crecimiento de la competencia, con el inbound marketing sucede todo lo contrario: aunque el precio inicial de los leads es más alto que el que se obtendría con Google AdWords, este importe se va reduciendo a lo largo del tiempo, con lo que las organizaciones consiguen aminorar los costes de captación. De ahí que el inbound marketing deba ser contemplado como una inversión rentable a medio y largo plazo.
Las razones que explican esta circunstancia son claras: el canal de captación pertenece a la propia empresa, por lo que nadie compite con él. Y al no haber otros actores implicados, los beneficios, cada vez mayores, recaen exclusivamente en la propia compañía.
Y ya para acabar, dejamos una pregunta en el aire: ¿qué habría hecho Juan de haber contado con este recurso de años atrás?
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