Matar a seis personas, cinco niños y una mujer -hijos y esposa-, y luego suicidarse, por haber sido despedido de su trabajo, no puede fundamentarse en una mala situación personal y laboral derivada de la crisis económica.
Tal hecho sólo puede encontrar justificación bajo la premisa de una mente enferma y desquiciada, sugestionada por un latente impulso criminal. Bastó apretar el botón del despido para encender el instinto asesino.
Y el encargado del hospital en el que trabajaba el parricida, el que se ocupó de comunicarle que ‘no volviera a trabajar mañana y que se volara los sesos’, debería estar en la cárcel por inductor y por crueldad manifiesta, si se demuestra que esas fueron sus palabras.
Qué mundo.
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