En el trabajo escuchamos con frecuencia comentarios tales como: “Lo único que me interesa es que cumpla bien con su trabajo, lo que haga fuera de aquí no es mi problema”.
Creo que es un grave error. Respetando por supuesto el derecho a la intimidad de las personas, y por supuesto en el absoluto respeto a la ley, es muy importante que las personas que trabajan en una empresa sean fiables dentro y fuera de la empresa.
Imaginemos un contable que en su vida privada resulta ser un ludópata descontrolado que se pierde en un casino. Es muy posible que no pudiéndose controlar en el juego, se llegue a ver en una situación económica angustiosa, que a su vez le lleve a querer obtener dinero de forma irregular.
Si tanto nos preocupamos porque en el trabajo nuestros empleados sean personas con unos principios éticos y un comportamiento intachable, lo lógico es que también resulte importante que su comportamiento sea intachable fuera de la empresa.
Es fundamental que las personas que trabajan con nosotros asuman y compartan ciertos principios morales o éticos, y sean coherentes con ellos en todas las facetas de su vida. Estos valores se podrían resumir esencialmente en cuatro principios:
La PRUDENCIA, que dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, el bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo, sin precipitarse pero poniendo el empeño necesario para resolver una situación sin dilaciones innecesarias. Con audacia, que no es osadía ni irreflexión. Es prudente el que sabe escuchar con respeto a los demás y tamiza si esas opiniones son buenas para el bien común. El prudente no se encoge ante las dificultades, no se apoca ni se acomoda. Hay que saber distinguir la prudencia de la desconfianza.
Un sabio y filósofo del siglo XIII señalaba los tres elementos de la prudencia; el primero de ellos es pedir consejo, reconociendo la propia limitación y acudiendo a un consejero capacitado, desinteresado y recto. El segundo es juzgar rectamente. El tercero es decidir. A veces es prudente retrasar una decisión hasta completar los elementos de juicio, pero en otras ocasiones será una imprudencia ese retraso, especialmente si está en juego el interés de los demás.
El segundo principio es la JUSTICIA, que implica una constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido y actuar de la forma más proporcionada, evitando en lo posible causar perjuicios a ninguna de las partes, ni a terceros. Justo es el que se conmueve ante las miserias de los demás, aunque no pueda hacer nada. La justicia tiene que ser generosa y amable, exige rectitud de intención y sin acepciones, en otro caso no es justicia. Es no tener prejuicios que deformen la realidad. Para buscar la justicia hay que actuar con cautela y moderación. Es justo el que rectifica cuando advierte que se ha equivocado.
El tercer principio es la FORTALEZA, que asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el perjuicio personal por una causa justa. La fortaleza exige conducirse con comprensión y amabilidad, pero con la energía necesaria, pues en otro caso puede convertirse en complicidad y egoísmo. El que no sabe dominarse a sí mismo, jamás influirá positivamente en los demás, y será incapaz de realizar un esfuerzo grande cuando sea necesario. Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia, el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por el beneficio que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. Fortaleza es perseverar en la labor de cada uno a pesar de las dificultades, sin dejarse vencer por el agobio. Es entereza, determinación.
En cuarto y último lugar se sitúa la TEMPLANZA, que nos asegura el dominio de la voluntad sobre uno mismo y procura el equilibrio en el uso de nuestras facultades. Es rechazar de plano todas las situaciones que puedan comprometer nuestro buen hacer. Es saber prescindir de cosas superfluas y centrarse en lo que hay que hacer, en los objetivos, estableciendo prioridades, soltando con entereza las amarras sutiles que nos atan a nuestro yo. La templanza es, en definitiva, el señorío de la inteligencia.
Como indica el prominente neurocientífico estadounidense, psicólogo, profesor de Harvard y autor de la teoría de las inteligencias múltiples Howard Gardner, las malas personas no pueden ser profesionales excelentes. No llegan a serlo nunca. Tal vez tengan pericia técnica, pero no van más allá de satisfacer el ego, la ambición o la avaricia. Si no nos comprometemos con objetivos que vayan más allá de nuestras necesidades para servir las de los demás, es imposible alcanzar la excelencia.
En conclusión, las empresas deben apreciar los valores y principios éticos de las personas, que van mucho más allá de la pericia con la que se afronta un trabajo. La empresa que se preocupa por fomentar estos y otros valores, como la superación, el optimismo, la perseverancia, la amabilidad o la comprensión, tiene algunos elementos clave para hacer progresar el negocio y promover el trabajo en equipo en un ambiente laboral en el que todos se sientan a gusto. Además, ese bienestar contribuirá a evitar fuga del talento y potenciará la imagen de la empresa.
1 comentario en «Ser buena persona para ser un profesional excelente»
Cuanta razon… ya lo decia mi padre, una persona que no es capaz de cuidar y proteger a su familia, dificilmente protegera y cuidara su empresa, o su Estado. Hablabamos de Politicos, pero sirve en todos los ambitos profesionales
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